La consumación de la redención tiene que ver con lo que generalmente ha recibido el nombre de expiación. No se puede orientar ningún tratamiento adecuado de la expiación que no remonte su fuente al amor libre y soberano de Dios. Es esta perspectiva la que nos da el texto más conocido de la Biblia: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Aquí tenemos un punto fundamental de la revelación divina y, por tanto, del pensamiento humano. Más allá de esto no podemos ni osamos ir.
Sin embargo, el hecho de que sea un punto fundamental del pensamiento humano no excluye una adicional caracterización de este amor de Dios. La Escritura nos informa que la expiación fluye del amor de Dios y lo expresa; además, este amor posee rasgos distintivos. Nadie se gloría más en este amor de Dios que el apóstol Pablo. «Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8). «¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto a él, todas las cosas?» (Ro. 8:31, 32). Pero es el mismo apóstol quien delinea para nosotros el eterno consejo de Dios que proporciona el trasfondo de tales declaraciones y que nos define el ámbito dentro del que tienen significado y validez. Escribe él: «Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Y en otro lugar se vuelve quizá aún más explícito cuando dice: «Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de él. En amor nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen propósito de su voluntad» (Ef. 1:4, 5). El amor de Dios del que surge la expiación no es un amor indiscriminado; es un amor que escoge y predestina. Le agradó a Dios establecer su amor invencible y eterno sobre una incontable multitud y es el propósito determinado de este amor lo que logra la expiación.
Es necesario destacar este concepto del amor soberano. Realmente Dios es amor. El amor no es algo accidental; no es algo que Dios puede decidir ser o no ser. Él es amor, y ello de manera necesaria, inherente y eterna. Así como Dios es espíritu y luz, también es necesaria y eternamente amor. Sin embargo, es parte de la esencia del amor electivo reconocer que no es inherentemente necesario para aquel amor, que Dios lo establezca en términos de redención y adopción sobre objetos absolutamente indeseables y merecedores del infierno.
Fue de su buena voluntad, libre y soberana, una buena voluntad que emanó de las profundidades de su propia bondad, que Dios escogió a un pueblo para que fuese heredero suyo y coheredero juntamente con Cristo. La razón de ello reside enteramente en él mismo y procede de las decisiones que son peculiarmente suyas como el «Yo SOY EL QUE SOY». La expiación no gana ni obliga al amor de Dios. El amor de Dios obliga a la expiación a llevar a cabo el determinado propósito del amor.
Por lo tanto, se debe considerar tema resuelto que el amor de Dios es la causa o fuente de la expiación. Pero esto no responde a la pregunta acerca de la razón o de la necesidad. ¿Cuál es la razón de que el amor de Dios adoptase tal camino para llevar a cabo su fin y cumplir su propósito? Nos vemos obligados a preguntar: ¿por qué el sacrificio del Hijo de Dios, por qué la sangre del Señor de la gloria? Como pregunta Anselmo de Canterbury: «¿Por qué necesidad y por qué razón Dios –considerando que es omnipotente- asumió en sí mismo la humillación y debilidad de la naturaleza humana para poder restaurarla».2 ¿Por qué no llevó Dios a cabo el propósito de su amor para la 1a humanidad utilizando la palabra de su poder y el fíat de su voluntad? Si decimos que no podía, ¿no impugnamos acaso su poder? Si decimos que podía pero no quería, ¿no impugnamos acaso su sabiduría? Estas preguntas no son sutilezas escolásticas ni vanas curiosidades. Ev@.dirlas significa perder algo que es fundamental en la interpretación de la obra redentora de Cristo y perder de vista parte de su gloria esenciaL ¿Por qué Dios se hizo hombre? ¿Por qué, habiéndose hecho hombre, murió? ¿Por qué murió la muerte maldita de la cruz? Ésta es la cuestión de la necesidad de la expiación.
Entre las respuestas dadas a esta pregunta, dos perspectivas son las más importantes. La primera se conoce como la necesidad hipotética; la segunda podemos llamarla la necesidad absoluta consiguiente. La primera la sostuvieron hombres tan notables como Agustín y Tomás de Aquino.) La segunda puede ser considerada como la postura protestante más clásica.
La necesidad hipotética y la necesidad absoluta consiguiente
La perspectiva conocida como la necesidad hipotética sostiene que Dios pudo haber perdonado el pecado y salvado a sus escogidos sin recurrir a la expiación ni a la satisfacción -Dios tenía a su disposición otros medios, porque para él nada es imposible. Pero, Dios escogió en su gracia y sabiduría soberana el camino del sacrificio vicario del Hijo de Dios, porque ésta es la manera en la que se obtiene el mayor número de beneficios y en la que se exhibe la gracia de manera más maravillosa. Así que, aunque Dios pudo haber salvado sin expiación, sin embargo, en confontlidad a su decreto soberano, no lo hace así. Sin derramamiento de sangre no hay realmente remisión ni salvación. Pero nada hay inherente en la naturaleza de Dios ni en la naturaleza de la remisión del pecado que haga indispensable el derramamiento de sangre.
La otra perspectiva es la de la necesidad absoluta consiguiente. La palabra «consiguiente» en esta designación señala al hecho de que la voluntad o decreto de Dios de salvar a cualquiera es de gracia libre y soberana. Salvar a los perdidos no fue algo absolutamente necesario, sino que pertenece a la buena disposición soberana de Dios. Los términos «necesidad absoluta», sin embargo, indican que Dios -habiendo escogido a algunos para vida eterna debido simplemente a su buena disposición- se veía en la necesidad de llevar a cabo este propósito por medio del sacrificio de su propio Hijo, una necesidad que surge de las perfecciones de su propia naturaleza. En resumidas cuentas, aunque Dios no tenía la inherente obligación de salvar a nadie, sin embargo, debido a que la salvación había sido ya propuesta, era necesario concretarla por medio de una satisfacción que podía ser alcanzada sólo por medio del sacrificio sustitutivo y de la redención adquirida con sangre.
Podría parecer una vana especulación y una presunción tratar de averiguar e indagar de esta forma lo que es inherentemente necesario para Dios. Además, podría parecer que se desprende de un texto como el que dice que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Heb. 9:22), que el alcance de la revelación para nosotros es sencillamente que de [acto no tenemos perdón sin derramamiento de sangre, y que la Escritura no nos apoyaría si dijéramos qué cosa es de jure indispensable para Dios.
Pero no es presuntuoso de nuestra parte afirmar que ciertas cosas son necesarias o imposibles para Dios. Es parte de nuestra fe en Dios reconocer que él no puede mentir y que no se puede negar a sí mismo. Estas divinas «imposibilidades» son su gloria, y negamos a enfrentar tales imposibilidades constituiría una negación de la gloria y perfección de Dios.
El meollo del asunto es realmente éste: ¿Nos provee la Escritura evidencias o factores a considerar sobre los cuales podamos concluir que ésta es una de las cosas imposibles o necesarias para Dios? ¿Será imposible para Dios salvar a pecadores sin un sacrificio vicario, y que por ello le sea inherentemente necesario que la salvación -decidida libre y soberanamente- se logre por el derramamiento de la sangre del Señor de la gloria? Las siguientes consideraciones escriturales parece que exigen una respuesta afirmativa. Al aducir estas consideraciones se ha de recordar que deben ser contempladas de manera coordinada y en su contexto total.
Los padecimientos del autor de la salvación
Existen ciertos pasajes que favorecen bastante esta inferencia. Por ejemplo, en Hebreos 2: 10, 17 se considera que fue divinamente apropiado que el Padre, al traer muchos hijos a la gloria, perfeccionase por medio de padecimientos al autor de la salvación de ellos, y que le convenía al mismo Salvador que en todo se asemejara a sus hermanos. La fuerza de apelación de estas expresiones difícilmente queda satisfecha por el concepto de que era simplemente ajustado a la sabiduría y al amor de Dios conseguir la salvación de esta manera.
Esto es cierto, naturalmente, y se mantiene en la perspectiva conocida como la necesidad hipotética. Pero parece que lo que se dice en este pasaje va más allá. El asunto parece ser más bien que las exigencias del propósito de la gracia eran tales, que los dictados de lo que es divinamente apropiado exigían que la salvación se lograse por medio de un autor de salvación que fuese hecho perfecto por medio de sufrimientos, y que esto involucraba que el autor de la salvación fuese hecho en todo como sus hermanos. En otras palabras, se nos lleva más allá del pensamiento de correspondencia con el carácter divino al pensamiento de los atributos divinos que hacían necesario que los muchos hijos fuesen llevados a la gloria de esta manera concreta. Si éste es el caso, entonces se nos conduce al pensamiento de que hay unas demandas divinas que son satisfechas por los padecimientos del autor de la salvación.
La eterna condenación de los perdidos
Hay pasajes, como Juan 3: 14-16, que en forma indiscutible sugieren que la alternativa al ofrecimiento del Hijo unigénito de Dios y su sacrificio sobre el madero de maldición, es la eterna condenación de los perdidos. El peligro eterno al que están expuestos los perdidos queda remediado por el ofrecimiento del Hijo. Pero difícilmente podemos ignorar el pensamiento adicional de que no existe otra alternativa.
La eficacia trascendente del sacrificio de Cristo
Pasajes como Hebreos 1:1-3; 2:9-18; 9:9-14, 22-28 enseñan de manera muy llana que la eficacia de la obra de Cristo depende de la singular constitución de la persona de Cristo. Este hecho no establece por sí mismo el asunto que se trata aquí. Pero las consideraciones contextuales revelan implicaciones adicionales. El énfasis en estos pasajes descansa en la finalidad, perfección y eficacia trascendente del sacrificio de Cristo. Esta finalidad, perfección y eficacia son necesarias debido a la gravedad del pecado, y si la salvación ha de ser concretada, el pecado debe ser removido eficazmente. Es esta consideración la que da tal fuerza a la necesidad, que se expresa en Hebreos 9:23, en el sentido de que en tanto que las figuras de las cosas celestiales debían ser purificadas con la sangre de toros y machos cabríos, las cosas celestiales mismas debían ser purificadas con la sangre de no otro que el Hijo. En otras palabras, existe una necesidad que sólo puede ser cumplida con la sangre de Jesús. Pero la sangre de Jesús es una sangre que tiene la eficacia y virtud necesarias sólo por cuanto aquel que es el Hijo, el resplandor de la gloria del Padre y la misma imagen de su sustancia, participó también de carne y sangre, y que por ello pudo mediante un sacrificio hacer perfectos a los santificados.
Desde luego, no es una inferencia injustificada llegar a la conclusión de que el pensamiento que aquí se presenta es que sólo una persona así, que ofreció un sacrificio como éste, pudo remover el pecado, y obrar tal purificación que asegurase que los muchos hijos fuesen traídos a la gloria, accediendo al lugar santísimo de la presencia divina. Y esto es sólo decir que el derramamiento de la sangre de Jesús era necesario para los fines contemplados y logrados.
Hay también otras consideraciones que se pueden derivar de estos pasajes, especialmente de Hebreos 9:9-14, 22-28. Son las consideraciones que surgen del hecho de que el mismo sacrificio de Cristo es el gran ejemplo del que se modelaron los sacrificios levíticos. A menudo pensamos en los sacrificios levíticos como los que proveen la pauta para el sacrificio de Cristo. No es equivocado pensar de esta forma -los sacrificios levíticos nos proveen de categorías para poder interpretar el sacrificio de Cristo, en particular las categorías de expiación, propiciación y reconciliación. Pero esta línea de pensamiento no es la que caracteriza a Hebreos 9. En este pasaje se habla específicamente que los sacrificios levíticos fueron modelados de acuerdo a realidades celestiales -eran «copias de las realidades celestiales» (Heb. 9:23).
Por ello, la necesidad de ofrendas de sangre de la economía levítica surgió del hecho de que la realidad según la que habían sido modeladas era una ofrenda de sangre, una ofrenda trascendente por medio de la cual se purificaron las cosas celestiales. La necesidad de derramamiento de sangre en la ordenanza levítica surgió sencillamente de la necesidad del derramamiento de sangre en la dimensión más elevada de lo celestial.
Ahora nuestra pregunta es: ¿Qué clase de necesidad es la que había en la dimensión celestial? ¿Era sencillamente hipotética o era absoluta? Las siguientes observaciones indicarán la respuesta.
1. El énfasis del contexto significa que debido a las exigencias que surgen del pecado, el sacrificio de Cristo requiere tener un eficacia trascendente. Y estas exigencias no son hipotéticas -son absolutas. La lógica de este énfasis en cuanto a la gravedad intrínseca del pecado y la necesidad de su remoción no concuerda con la idea de la necesidad hipotética -la realidad y gravedad del pecado hacen indispensable la expiación efectiva, y esto significa que es absolutamente necesaria.
2. La naturaleza precisa de la ofrenda sacerdotal de Cristo y la eficacia de su sacrificio van vinculadas a la constitución de su persona. Si hubo necesidad de tal sacrificio para quitar el pecado, nadie más que él podía ofrecerlo. Esto equivale a decir que fue necesario que una persona así, fuera la que ofreciese este sacrificio.
3. En este pasaje, el santuario celestial en relación con la sangre derramada de Cristo es llamado verdadero. El contraste que se ofrece no es uno entre lo verdadero y lo falso, o entre lo real y lo ficticio. Más bien, es un contraste entre lo celestial y 10 terrenal, lo eterno y lo temporal, lo completo y lo parcial, lo definitivo y lo provisional, lo permanente y lo pasajero. Cuando pensamos en el ofrecimiento del sacrificio de Cristo en relación a las cosas que responden a esta caracterización –celestiales, eternas, completas, finales, permanentes-, ¿no es acaso imposible pensar en este sacrificio como sólo hipotéticamente necesario en el cumplimiento del designio de Dios de llevar a muchos hijos a la gloria? Si el sacrificio de Cristo es sólo hipotéticamente necesario, entonces las cosas celestiales en relación con las que tuvo relevancia y sentido fueron también sólo hipotéticamente necesarias. Y ésta es, desde luego, una hipótesis difícil.
El resumen de esta cuestión es que se declara necesario (Heb. 9:23) el derramamiento de la sangre de Cristo para el perdón de pecados (vv. 14, 22, 26), y que se trata de una necesidad sin reservas ni mitigación.
La justicia de Cristo
La salvación que la elección de la gracia incluye en ambas perspectivas de la necesidad de la expiación, es una salvación del pecado y para la santidad y la comunión con Dios. Pero si queremos pensar en la salvación así concebida en términos que sean compatibles con la santidad y la justicia de Dios, esta salvación debe abarcar no simplemente el perdón de los pecados, sino también la justificación. Y debe ser una justificación que tenga en cuenta nuestra situación de condenados y culpables. Esta clase de justificación implica la necesidad de una justicia que sea adecuada a nuestra situación.
Ciertamente, la gracia predomina, pero una gracia que predomina sin justicia no sólo no es real, es inconcebible. Ahora bien, ¿qué justicia es equivalente a la justificación de los pecadores? La única justicia concebible que puede satisfacer los requisitos de nuestra situación como pecadores y que puede cumplir las exigencias de una justificación plena e irrevocable, es la justicia de Cristo. Esto implica su obediencia, y por ello su encarnación, muerte y resurrección. En resumidas palabras, la necesidad de la expiación es inherente en la justificación y esencial para ella. Una salvación del pecado separada de la justificación es algo imposible, y la justificación de los pecadores sin la justicia divina del Redentor es impensable. Es difícil escapar de pertinente de las palabras de Pablo: «Si se hubiera promulgado una ley capaz de dar vida, entonces sí que la justicia se basaría en la ley» (Gá. 3:21). Lo que Pablo insiste es que si la justificación hubiese podido ser lograda por cualquier otro método que el de la fe en Cristo, entonces se hubiera hecho por aquel método.
La cruz de Cristo
La cruz de Cristo es la suprema demostración del amor de Dios (Ro. 5:8; 1 J n. 4: 10). El carácter supremo de la demostración reside en el enorme precio del sacrificio ofrecido. Es este alto precio el que tiene Pablo en mente cuando escribe: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que 10 entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Ro. 8:32). El alto precio del sacrificio nos asegura la grandeza del amor y garantiza el otorgamiento de todos los otros dones de la gracia.
Con todo, hemos de preguntar: ¿sería la cruz de Cristo una exhibición suprema de amor si no hubiese necesidad de este alto precio? ¿Acaso no es cierto que la única inferencia sobre cuya base se nos puede presentar la cruz de Cristo, como la suprema exhibición del amor divino, es que las exigencias que cubrió demandaban nada menos que el sacrificio del Hijo de Dios? En base a esto podemos comprender el pronunciamiento de Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados» (1 Jn. 4:10). Sin esto, nos quedamos privados de los elementos necesarios para poder entender el significado del Calvario y la maravilla de su supremo amor para con nosotros los seres humanos.
La justicia vindicadora de Dios
Finalmente, tenemos el argumento en base a la justicia vindicadora de Dios. El pecado contradice a Dios, y él tiene que reaccionar contra ello con santa indignación. Esto significa que el pecado tiene que encontrarse con el juicio divino (cf. Dt. 27:26; Nah. 1:2; Hab. 1:13; Ro. 1:17; 3:21-26; Gá. 3:10,
La razón por la que es inconcebible la salvación del pecado sin expiación ni propiciación, se debe a la santidad inviolable de la ley de Dios, al dictado inmutable de su perfección y la inamovible exigencia de su justicia. Es este principio el que explica el sacrificio del Señor de la gloria, la agonía de Getsemaní y su abandono en el madero de maldición. Es este principio el que fortalece la gran verdad de que Dios es justo y el justificador de aquel que cree en Jesús. Porque en la obra de Cristo han quedado plenamente vindicados los dictados de la santidad y las exigencias de la justicia. Dios lo puso como propiciación para mostrar su justicia. Por estas razones, nos vemos obligados a concluir que la clase de necesidad que sustentan las consideraciones escriturales es aquella que se describe como absoluta o indispensable. Los proponentes de la necesidad hipotética no consideran suficientemente las exigencias que involucran salvar del pecado y ofrecer la vida eterna; no evalúan debidamente los aspectos de la obra de Cristo con respecto a Dios. Si tenemos en mente la gravedad del pecado y las exigencias que surgen de la santidad de Dios y que han de ser satisfechas en la salvación del pecado, entonces la doctrina de la necesidad indispensable nos permite entender el Calvario y destaca la incomprensible maravilla, tanto de éste mismo como del propósito soberano del amor que se logró mediante el Calvario. Cuanto más destacamos las inflexibles demandas de la justicia y de la santidad, tanto más maravilloso se muestra el amor de Dios y sus provisiones.