Capítulo 3. La perfección de la expiación

En la polémica protestante, este rasgo de la obra de la expiación de Cristo ha sido orientada contra el principio católico de que la obra de satisfacción cumplida por Cristo no libera a los fieles de hacer satisfacción por los pecados que hayan cometido. Según la teología católica, todos los pecados pasados, tanto por lo que respecta a su castigo eterno como temporal, son borrados en el bautismo, como también el castigo eterno de los pecados futuros de los fieles. Pero, por lo que respecta al castigo temporal de los pecados posteriores al bautismo, los fieles deben hacer satisfacción bien en esta vida, bien en el purgatorio. En oposición a todo concepto de satisfacción humana, los protestantes mantienen con razón que la satisfacción de Cristo es la única satisfacción por el pecado, y que es tan perfecta y definitiva que no deja ninguna responsabilidad penal para ningún pecado del creyente. Es cierto que en esta vida los cristianos son disciplinados por sus pecados, y que tal disciplina corrige y santifica -«produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella» (Heb. 12:11). Y esta disciplina es penosa. Pero identificar la disciplina con la satisfacción por el pecado incide no sólo sobre la perfección de la obra de Cristo, sino también sobre la naturaleza de la satisfacción. «Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús» (Ro. 8:1). No debe haber mitigación alguna de la polémica protestante contra esta perversión del evangelio de Cristo. Si permitimos por un solo momento que el concepto de justificación humana se inmiscuya en nuestra presentación de la justificación o de la santificación, habremos, entonces, contaminado el río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios. Y la más grave perversión que involucra es que le roba al Redentor la gloria de su logro hecho de una vez para siempre. Él hizo la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, y se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas (cf. Heb. 1:3). Pero esta situación en la que nos encontramos con referencia al debate sobre el tema de la expiación nos exige que tengamos en cuenta otras formas en que ha sido perjudicada la doctrina de la perfección, y es necesario que incluyamos bajo este enabezamiento otros rasgos de la obra consumada de Cristo.

La objetividad histórica

En la expiación se cumplió algo de una vez para siempre, sin participación ni contribución de nuestra parte. Se perfeccionó una obra que antedata acualquiera y de en nosotros. Existe otra implicación de su objetividad histórica que es preciso destacar.

Es el carácter estrictamente histórico de aquello que fue llevado a cabo. La expiación no es suprahistórica ni es contemporánea. Es, desde luego, cierto que la persona que obró la expiación por el pecado trasciende la historia en lo que a su deidad y filiación eterna se refieren. Como Dios e Hijo, él es eterno y trasciende a todas las condiciones y circunstancias del tiempo. Él es, junto con el Padre y el Espíritu, el Dios de la historia. También es verdad que, como Hijo encarnado y exaltado a la diestra de Dios es contemporáneo en un sentido muy cierto. Él vive siempre, y como el viviente que estuvo muerto pero que vive de nuevo, él es la encarnación siempre presente y siempre activa de la eficacia, virtud y poder que brotan de la expiación. Pero la expiación fue llevada a cabo en la naturaleza humana y en un tiempo determinado del pasado y en un calendario de acontecimientos cumplido. ¿Acaso podría algo indicar más claramente la verdad y el significado de esto que la palabra del apóstol: «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos»? (Gá. 4:4, 5). Ya sea que interpretemos «cuando se cumplió el plazo» como la plena medida del tiempo designado por Dios, el período que debía transcurrir antes de que Dios enviase a su Hijo, o como aquel lapso que da conclusión al tiempo y que da al tiempo su pleno complemento, hemos de reconocer el significado del tiempo para aquella misión, que se registra y queda señalado por la encarnación del Hijo de Dios.

La encarnación tuvo lugar en un punto específico marcado por el cumplimiento del plazo. No ocurrió antes, y aunque el estado encarnado es permanente, la encarnación no sucedió otra vez. La historia, con sus designaciones fijas y sus períodos bien definidos, tiene significación en el drama del logro divino. El condicionamiento histórico y la situación histórica de los acontecimientos en el tiempo no pueden borrarse ni tampoco se puede subestimar su significación. Y lo que es cierto del acontecimiento de la encarnación es cierto también de la redención llevada a cabo. Ambos están situados históricamente y ninguno de los dos es suprahistórica ni contemporáneo.

La finalidad

En las polémicas históricas este rasgo de la expiación ha sido apremiado en contra de la doctrina católica romana del sacrificio de la misa. Esta polémica en contra de la doctrina romana es tan necesaria en nuestros días como lo fue en el período de la Reforma. La expiación es una obra consumada, nunca repetida e irrepetible. Sin embargo, en nuestro contexto moderno es necesario insistir en este punto no sólo en oposición a Roma, sino también en oposición a un punto de vista dominante dentro de círculos protestantes. Este punto de vista consiste en que el divino acto de llevar el pecado no puede ser confinado al acontecimiento histórico del sacrificio de Jesús, sino que debe ser considerado como eterno, que la obra de la expiación, encarnada en la pasión de Jesucristo, es eterna en los cielos en la misma vida de Dios, «una obra eterna de expiación, supratemporal como lo es la vida de Dios … y prosiguiendo mientras sigan cometiéndose pecados y haya pecadores que reconciliar».

Desde luego, es muy necesario reconocer la continua actividad sumosacerdotal de Cristo en el cielo. Es necesario recordar que él incorpora eternamente en sí mismo la eficacia que se acumuló de su sacrificio en la tierra, y que es en virtud de aquella eficacia que él ejerce este ministerio celestial como Sumo Sacerdote de nuestra profesión. Es sobre esta base que él intercede en favor de su pueblo. Y es en razón de la simpatía derivada de sus tentaciones terrenales que puede compadecerse de nuestras debilidades. Esto significa sencillamente que se debe apreciar plenamente la unidad del oficio y de la actividad sacerdotal de Cristo. Pero el hecho de que no debamos perturbar la unidad de sus funciones sacerdotales no significa que tengamos libertad para confundir las distintas acciones y fases de su oficio sacerdotaL Debemos distinguir entre la ofrenda del sacrificio y la subsiguiente actividad del sumo sacerdote. Lo que el Nuevo Testamento destaca es la histórica singularidad del sacrificio que expió la culpa y que reconcilió con Dios (cf. Heb. 1:3; 9:12, 25-28). Dejar de valorar lo definitivo de esta singularidad es concebir erróneamente qué es realmente la expiación. En la presentación bíblica no puede concebirse la expiación aparte de las condiciones bajo la que es llevada a cabo. Hay dos condiciones al menos que son indispensables, la humillación y la obediencia, y éstas condicionándose mutuamente. Choca con todo el tenor de la Escritura pasar la expiación a aquella dimensión en la que nos sería imposible creer que existen estas condiciones.

Además, si pensamos en la fórmula «expiación eterna en el corazón de Dios», debemos hacer otra vez distinciones. Es cierto que la expiación brotó del amor eterno en el corazón de Dios y que fue la provisión de este amor eterno. Pero concebir la expiación como eterna es confundir lo eterno y lo temporaL Lo que el testimonio de la Escritura muestra de manera inequívoca es el verdadero significado para Dios de aquel logro en el tiempo. Es a esto a lo que atribuye la expiación, y ello de manera clara y decisiva. Nuestra definición de expiación debe derivarse de la que habla la Escritura. Y la expiación de la que habla la Escritura es la obediencia vicaria, la expiación, propiciación, reconciliación y redención llevadas a cabo por el Señor de la gloria cuando, de una vez para siempre, obró la purificación de nuestros pecados y se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas.

La singularidad

Horace Bushnell nos ha dado lo que quizá sea la más elocuente exposición y defensa de la idea de que el sacrificio de Cristo es, sencillamente, la suprema ilustración y vindicación del principio de abnegación que opera en el pecho de cada ser amante y santo al verse confrontado aquel ser con el pecado y el maL Bushnell afirma que «el amor es un principio esencialmente vicario por su propia naturaleza, identificando al sujeto con otros, a fin de sufrir las adversidades y dolores de ellos, y tomando sobre sí mismo la carga de los males de ellos».z «Hay un Getsemaní oculto en todo amor» (ibid., p. 47). Después añade que «sustentando esta postura acerca del sacrificio vicario, debemos encontrarlo como propio de la naturaleza esencial de toda virtud santa. También nos es preciso, naturalmente, ir más adelante y mostrar cómo pertenece a todos los demás seres buenos, tan verdaderamente como al mismo Cristo en la carne –como el Padre eterno antes de Cristo, y el Espíritu Santo viniendo después de él, y los ángeles buenos tanto antes como después, todos ellos han llevado las cargas, se han debatido en los dolores de sus sentimientos vicarios por los hombres; y luego, por fin, cómo el cristianismo viene como resultado, al engendrar en nosotros este mismo amor vicario que reina en todas las mentes glorificadas y buenas del reino celestial; reuniéndonos en pos de Cristo nuestro Amo, por cuanto han aprendido a llevar su cruz, y a estar con él en su pasión» (ibid., p. 53).

Distinguir la verdad del error y desentrañar las falacias en estas citas nos llevaría mucho más allá de nuestros límites. Es cierto que el sacrificio de Cristo es la suprema revelación del amor de Dios. Es cierto que la vida, padecimientos y muerte de Cristo nos dan el supremo ejemplo de virtud. Es cierto que las aflicciones de la iglesia cumplen lo que queda de las aflicciones de Cristo y que por medio de estas aflicciones de los creyentes cumple su propósito la obra expiatoria de Cristo.

Pero es cosa muy diferente pretender que tengamos parte en aquello que constituye el sacrificio vicario de Cristo. Es indefendible y perverso poner sobre los términos «vicario» y «sacrificio» una connotación diluida que reduzca el «sacrificio vicario» de Cristo a una categoría que le arrebate su carácter único y distintivo que la Escritura le aplica. Desde luego, Cristo nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas. Pero nunca se propone que esta emulación de nuestra parte deba extenderse a la obra de la expiación, propiciación, reconciliación y redención que él cumplió. Sólo tenemos que definir la expiación en términos escriturarios para reconocer que sólo Cristo la llevó a cabo y no sólo esto. ¿Qué justificación tenemos para inferir, o en base a qué razonamiento podemos inferir, que aquello que es constitutivo o que se ejemplifica en el sacrificio vicario de Cristo pueda ser aplicable a todo amor santo al contemplar el pecado y maldad? Es sólo mediante una fatal confusión de categorías que puede llegar a hacerse plausible tal inferencia. Lo que la Escritura presenta es que el Hijo de Dios encarnado, y sólo él, excluyendo al Padre y al Espíritu en el reino de lo divino, y excluyendo a los ángeles y a los seres humanos en el orden de lo creado, se dio a sí mismo en sacrificio para redimimos para Dios con su sangre.

Desde cualquier ángulo que contemplemos su sacrificio encontramos que su singularidad es tan inviolable como la singularidad de su persona, de su misión y de su oficio. ¿Quién es Dios-hombre sino él solo? ¿Quién es el gran sumo sacerdote para ofrecer tal sacrificio, sino sólo él? ¿Quién derramó aquella sangre de la expiación, sino sólo él? ¿Quién entró una vez por todas en el santuario, habiendo obtenido eterna redención, sino sólo él? Bien podríamos citar las palabras de Hugh Martin que han sido tomadas de su maestra polémica contra el dicho de F. W. Robertson de que «el sacrificio vicario es la ley del ser».

Dice Martin: «¡Un anuncio que parece un oráculo! Es innecesario decir que lo confrontamos con una negación directa. El sacrificio vicario no sólo no es la ley del ser, sino que no es una ley en absoluto. Es una transacdón divina única, solitaria, sin parangón –que nunca será repetida, nunca será igualada, nunca será aproximada. Fue el espléndido e inesperado recurso de la sabiduría divina, que en su revelación inundó la mente de los ángeles con el conocimiento de Dios. Fue el libre consejo del buen propósito de la voluntad de Dios. Fue la soberana decisión de su gracia y amor. Se nos arrebata el amor soberano de Dios con el concepto de que el sacrificio vicario es la «ley del ser»».

La eficacia intrínseca

En las polémicas de la teología histórica este aspecto de la expiación ha sido apremiado contra la doctrina remonstrante de que Cristo hizo algo que Dios acepta en gracia en lugar de la plena satisfacción de la justicia. La declaración de la Confesión de Fe de Westminster está admirablemente redactada en contraste y contradicción a la postura remonstrante: «El Señor Jesús, mediante Su perfecta obediencia y sacrificio de Sí mismo, que Él, por medio del Espíritu eterno, ofreció una vez a Dios, ha dado plena satisfacción a la justicia de Su Padre; y adquirido no sólo la reconciliación sino una herencia eterna en el reino del cielo, para todos aquellos que el Padre le ha dado» (VIII, v).

Es necesario concebir y formular correctamente la relación de la gracia de Dios con la obra expiatoria de Cristo. Fue por la gracia de Dios que Cristo fue dado en nuestro favor. Fue por su propia gracia que él se dio a sí mismo. Sería totalmente falso concebir la obra de Cristo como un acto de obligar al Padre a ser amante y lleno de gracia. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados j Por gracia ustedes han sido salvados!» (Ef. 2:4,5; cf. 1 Jn. 4:9). La expiación es la provisión del amor y gracia del Padre. Pero hay igual necesidad de recordar que la obra llevada a cabo por Cristo fue por sí misma intrínsecamente adecuada para dar satisfacción a todas las exigencias creadas por nuestro pecado y a todas las demandas de la santidad y justicia de Dios. Cristo satisfizo toda la deuda del pecado. Él llevó nuestros pecados y los purificó. No dio un pago nominal que Dios acepta en lugar de la totalidad. Nuestras deudas no han sido canceladas, sino liquidadas. Cristo obtuvo redención y por tanto la aseguró. Él afrontó en sí mismo y absorbió la plena carga de la condenación y juicio divinos contra el pecado. Él obró la justicia que es la base apropiada de la completa justificación y el derecho a la vida eterna.

La gracia, así, reina por medio de la justicia para vida eterna por medio de Jesucristo, nuestro Señor (cf. Ro. 5:19, 21). Él expió la culpa y «con un solo sacrificio ha hecho perfectos para siempre a los que está santificando» (Heb.10: 14). «y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb. 5:9). En resumidas cuentas, Jesús cumplió todas las exigencias que brotaban del pecado y obtuvo todos los beneficios que conducen a, y que son consumados en, la libertad de la gloria de los hijos de Dios.