Sólo hay una fuente de la que podemos derivar una concepción apropiada de la obra expiatoria de Cristo. Esta fuente es la Biblia. Sólo hay una norma por la que debemos poner a prueba nuestras interpretaciones y formulaciones. Esta norma es la Biblia.
Siempre ronda cerca de nosotros la tentación a ser infieles a este solo y único criterio. Ninguna tentación es más sutil y plausible que la tendencia a interpretar la expiación en términos de nuestra experiencia humana y hacer, por ello, de nuestra experiencia la regla. Es una tendencia que no siempre aparece sin disfraz. Pero es la misma tendencia que subyace al intento de imponer sobre la obra de Cristo una interpretación que la aproxime a la experiencia y a los logros del ser humano, al intento de acomodar nuestra interpretación y aplicación de los padecimientos de nuestro Señor y obediencia hasta la muerte a la medida, o, al menos, a la analogía de nuestra experiencia. Hay dos direcciones en las que podemos hacer esto. Podemos enaltecer el significado de nuestra experiencia y actuación a la medida de la de nuestro Señor, o rebajar la experiencia y actuación de nuestro Señor a la medida de la nuestra. La tendencia y el resultado final son los mismos.
Rebajamos el significado de la obra expiatoria de Cristo y la privamos de su singular y distintiva gloria. Ésta es una maldad de lo más tenebrosa. ¿Qué experiencia humana puede reproducir lo que el Señor de la gloria, el Hijo de Dios encarnado, padeció y cumplió él solo?
Es cierto que llevamos el castigo por nuestros pecados y que podemos conocer algo de la amargura. Estamos sujetos a la ira de Dios, y el aguijón de la culpa no perdonada puede reflejar la terrible severidad del desagrado de Dios. Nuestros pecados nos han separado de Dios, y podemos damos cuenta del gran vacío de estar sin Dios y sin esperanza en el mundo. Hay aún más que podemos conocer de la amargura del pecado y de la muerte. Los perdidos en la condenación llevarán eternamente el juicio sin alivio ni mitigación debido a sus pecados; sufrirán eternamente en la exigencia de las demandas de la justicia. Pero sólo hubo uno, y no tendrá que haber otro, que llevó todo el peso del juicio divino sobre el pecado y que lo llevó para agotarlo. Los perdidos sufrirán eternamente para satisfacer la justicia. Pero nunca podrán satisfacerla.
Cristo satisfizo la justicia. «el SEÑOR hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is. 53:6). Fue hecho pecado y maldición. Llevó nuestras iniquidades. Llevó la condenación no aliviada ni mitigada del pecado y la consumó. Éste es el espectáculo que nos confronta en Getsemaní y en el Calvario. Ésta es la explicación de Getsemaní, con su sudor de sangre y su clamor agonizante: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo» (Mt. 26:39). Y ésta es la explicación de la más misteriosa declaración que jamás ascendiera de la tierra al cielo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mr. 15:34). ¡Que Dios nos libre de decir que «¡hay un Getsemaní oculto en todo amor!» ¡Y que Dios nos libre de la osadía de hablar de getsemaníes y de nuestros calvarios!
No debemos tomar a la ligera el más solemne espectáculo de toda la historia, un espectáculo sin paralelo, único, que no se repitió y no se repetirá. Aproximar este espectáculo a la analogía de nuestra experiencia humana es exhibir un estado de mente y sentimiento insensible al vocabulario del cristianismo. Aquí somos los espectadores de una maravilla cuya alabanza y gloria la eternidad no podrá agotar. Es el Señor de la gloria, el Hijo de Dios encarnado, el Dios-hombre, bebiendo la copa que le dio el Padre eterno, la copa de aves y de una agonía indescriptible. Casi vacilamos en decirlo.
Pero debe ser dicho. Es Dios en nuestra naturaleza abandonado por Dios. El clamor desde el madero de maldición no evidencia otra cosa sino el desamparo que es la paga del pecado. Y fue un desamparo soportado vicariamente porque él llevaba nuestros pecados en su propio cuerpo en el madero. No hay analogía.
Él mismo llevó nuestros pecados y del pueblo nadie había con Él no hay reproducción ni paralelo en la experiencia de los arcángeles ni de los más grandes santos. El más ligero paralelismo aplastaría a los seres humanos más santos y a los más poderosos de la hueste angélica.
Conclusión
¿Quién dirá que el sufrimiento vicario del juicio sin alivio ni mitigación de Dios sobre el pecado incide negativamente sobre la iniciativa y el carácter del amor eterno? Es el espectáculo de Getsemaní y del Calvario, así interpretado, lo que abre ante nosotros los pliegues de un amor indecible. El Padre no perdonó a su propio Hijo. No perdonó nada que exigiesen los dictados de la más implacable rectitud. Y éste es el trasfondo de la conformidad del Hijo que oímos cuando él dice: «Pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya» (Le. 22:42). Pero ¿por qué?
Fue para que el amor eterno e invencible pudiese hallar la plena realización de su impulso y propósito en una redención por precio y por poder. El espíritu del Calvario es el amor eterno, y la base del mismo la justicia eterna. Es el mismo amor manifestado en el misterio de la agonía de Getsemaní y del madero maldito del Calvario el que reviste de eterna seguridad al pueblo de Dios. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Ro. 8:32). «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?» (Ro. 8:35). «Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartamos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ro. 8:38, 39). Ésta es la seguridad que logra una expiación perfecta, y es la perfección de la expiación la que lo logra.