Al abordar el tema de la naturaleza de la expiación, sería bueno tratar de descubrir alguna categoría integral bajo la que se puedan subsumir los diversos aspectos de la enseñanza bíblica. Las categorías más especificas que la Escritura usa para exponer la obra expiatoria de Cristo son sacrificio, propiciación, reconciliación y redención. Pero es permisible preguntamos si no hay algún título más inclusivo bajo el que se puedan agrupar estas categorías más específicas.
La Escritura considera la obra de Cristo como una obra de obediencia y emplea este término, o el concepto que éste señala, lo suficiente como para justificar la conclusión de que la obediencia es genérica y por ello lo suficientemente inclusiva como para ser considerada el principio unificador o integrador. Deberíamos apreciar con presteza la propiedad de esta conclusión, cuando recordamos que el pasaje del Antiguo Testamento que por sobre todos delinea la imagen de la expiación de Cristo es Isaías 53. Pero preguntamos: ¿en qué calidad se percibe a la persona sufriente de Isaías 53? En ninguna otra que la de siervo. Es con esta calidad que se le presenta: «Miren, mi siervo triunfará» Os. 52:13). Y es en esta calidad que cosecha el fruto justificador: «Por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos» Os. 53:11).
Nuestro mismo Señor despeja todas las dudas acerca de la validez de esta interpretación cuando nos define el propósito de su venida al mundo en términos que comunican precisamente esta connotación: «Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la del que me envió» (Jn. 6:38). E incluso con referencia a su muerte, acontecimiento culminante y central en el cumplimiento de la redención, él dice: «Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Éste es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Jn.1O:17, 18). Y nada podría ser, a este efecto, más explícito que las palabras del apóstol: «Porque así como por la desobediencia de uno solo muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos» (Ro. 5:19). «Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, iY muerte de cruz!» (Fil. 2:7, 8; cf. también Gá. 4:4). Y la epístola a los Hebreos tiene también su peculiar giro de expresión cuando dice que el Hijo «mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5:8,9; cf. 2:10).
Obediencia activa y pasiva
Esta obediencia ha sido frecuentemente designada como la obediencia activa y pasiva. Esta fórmula, cuando se interpreta de manera apropiada, sirve al buen propósito de establecer los dos aspectos distintos de la obra de obediencia de Cristo. Pero es necesario desde un inicio purgar la fórmula de algunos malentendidos y malas aplicaciones a las que es sometida.
El término «obediencia pasiva» no significa que Cristo fue pasivo en todo lo que hizo, la víctima involuntaria de una obediencia que le fue impuesta. Es evidente que cualquier concepto de esta clase contradiría el concepto mismo de obediencia. Y se debe declarar con firmeza que incluso en sus sufrimientos y muerte nuestro Señor no fue el receptor pasivo de aquello a lo que fue sujetado. Se mantuvo decisivamente activo en sus sufrimientos y la muerte misma no le sobrevino como sobreviene a los demás seres humanos. Sus propias palabras fueron: «Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad» (Jn. 10:18). Fue obediente hasta la muerte, como nos dice Pablo. Y esto no significa que su obediencia se extendió hasta el umbral de la muerte, sino más bien que fue obediente hasta el punto de entregar su espíritu y su vida a la muerte. En el ejercicio de su volición consciente y soberana, sabiendo que todas las cosas se habían cumplido y que el momento de cumplirse este acontecimiento había llegado, separó su cuerpo de su espíritu, y entregó éste al Padre. Entregó su espíritu y su vida. Entonces, la palabra «pasiva» no debe interpretarse como que significa una simple pasividad en todo lo que tenía que ver con su obediencia. Los padecimientos que soportó, padecimientos que alcanzaron su punto culminante en su muerte en el madero maldito, constituyeron una parte integral de su obediencia y los sufrió en cumplimiento de la obra que le había sido encomendada.
Tampoco debemos suponer que podemos asignar algunos aspectos o acciones de la vida de nuestro Señor en la tierra a la obediencia activa, y otros a la obediencia pasiva. La diferencia entre la obediencia activa y pasiva no es una diferencia de etapas. Toda la obra de obediencia del Señor, en todas sus fases y etapas, es la que se describe como activa y pasiva. Debemos evitar el error de pensar que la obediencia activa tiene que ver con la obediencia de su vida, y la pasiva con la obediencia de su padecimiento final y muerte. El verdadero uso y propósito de la fórmula consiste en enfatizar los dos aspectos diferentes de la obediencia vicaria de nuestro Señor. La verdad que se expresa está basada en el reconocimiento de que la ley de Dios tiene a la vez sanciones penales y demandas positivas. Exige no sólo el pleno cumplimiento de sus preceptos, sino también la imposición de la pena debido a todas las infracciones e incumplimientos. Es esta doble exigencia de la ley de Dios, la que se tiene en cuenta cuando se habla de la obediencia activa y pasiva de Cristo. Cristo como vicario de su pueblo quedó bajo la maldición y condena debido al pecado, y también cumplió la ley de Dios en todas sus demandas positivas. En otras palabras, afrontó la culpa del pecado y cumplió a la perfección las demandas de la justicia. Cumplió a la perfección las demandas penales y preceptivas de la ley de Dios. La obediencia pasiva se refiere a lo primero, y la obediencia activa a lo último. La obediencia de Cristo fue vicaria porque cargó todo el juicio de Dios sobre el pecado, y fue vicaria porque enfrentó todas las demandas de la justicia. Su obediencia viene a ser la base del perdón del pecado y de la justificación presente.
No debemos contemplar esta obediencia en ningún sentido artificial ni mecánico. Al hablar de la obediencia de Cristo debemos pensar que consiste en un simple cumplimiento formal de los mandamientos de Dios. Lo que la obediencia de Cristo involucró para él se expresa quizá de la forma más notable en Hebreos 2:10-18; 5:8-10, donde se nos dice que]esús «mediante el sufrimiento aprendió a obedecer», que fue perfeccionado mediante el sufrimiento, y que «consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen».
Cuando examinamos estos pasajes, se hacen evidentes las siguientes lecciones: 1) No fue por medio de una simple encarnación que Cristo obró nuestra salvación y aseguró nuestra redención. 2) No fue por una simple muerte que se logró la salvación. 3) No fue sencillamente por la muerte en la cruz que Jesús se convirtió en el autor de la salvación. 4) La muerte en la cruz, como exigencia culminante del precio de la redención, fue llevada a cabo como el supremo acto de obediencia; no fue una muerte infligida sin remedio, sino muerte sobre la cruz, obrada voluntariamente y en obediencia.
Cuando hablamos de obediencia estamos pensando no sólo en actos formales de realización, sino también en la disposición, voluntad, determinación y volición que subyacen en ellos y se registran en estos actos formales. Y cuando hablamos de la muerte de nuestro Señor en la cruz como el acto supremo de su obediencia, pensamos no simplemente en la acción manifiesta de morir en el madero, sino también en la disposición, voluntad y volición determinada que subyacía en aquel hecho manifiesto. Y además nos vemos precisados a hacer esta pregunta: ¿de dónde derivó nuestro Señor la disposición y santa determinación para entregar su vida a la muerte como el acto supremo de sacrificio de sí mismo y obediencia? Nos vemos obligados a hacer esta pregunta porque fue en la naturaleza humana que él dio esta obediencia y entregó su vida a la muerte. y estos textos en la Epístola a los Hebreos confirman no sólo la idoneidad sino también la necesidad de esta pregunta. Porque en estos textos se nos informa de manera clara que él aprendió a obedecer, y que lo hizo mediante lo que padeció. Fue un requisito haber sido perfeccionado mediante el sufrimiento y que llegase a ser autor de la salvación por medio de este perfeccionamiento. No se trataba, naturalmente, de un perfeccionamiento que exigía santificarse del pecado y buscar la santidad. Él fue siempre santo, inocente, sin mancha y distinto a los pecadores. Pero existía un perfeccionamiento en el desarrollo y crecimiento del curso y camino de su obediencia –él aprendió a obedecer. El corazón, la mente y la voluntad de nuestro Señor fueron amoldados -¿o diremos forjados?- en el horno de la tentación y el sufrimiento. Y fue en virtud de lo que había aprendido en esta experiencia de tentación y sufrimiento que pudo, en el punto culminante fijado por las disposiciones de la infalible sabiduría y eterno amor, ser obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Fue sólo después de haber aprendido a obedecer en el camino del cumplimiento de la voluntad del Padre -libre de error y de pecado— que su corazón, mente y voluntad fueron circunscritos hasta el punto de poder poner su vida a disposición de la muerte, libre y voluntariamente, sobre el madero maldito.
Fue por medio de este camino de obediencia y de aprendizaje que fue perfeccionado como Salvador, es decir, fue plenamente equipado para ser constituido un perfecto Salvador. Fue este equipamiento -forjado a través de todas las experiencias de pruebas, tentaciones y padecimientos- el que proveyó los recursos necesarios para el requisito culminante de su comisión. Fue esta obediencia, llevada a su total consumación en la cruz, la que lo constituyó como un Salvador todosuficiente y perfecto. Y esto significa sencillamente que fue la obediencia aprendida y dada a lo largo de todo el curso de su humillación la que lo hizo perfecto como fuente de la salvación.
Lo que define su obra y sus logros como autor de la salvación es la obediencia aprendida por medio del sufrimiento, perfeccionada por medio de padecimientos y consumada en el sufrimiento de muerte en la cruz. Él consiguió nuestra salvación mediante su obediencia, porque fue por obediencia que pudo realizar la obra que logró.
Por consiguiente, la obediencia no es algo que podemos imaginar de manera artificial o abstracta. Es una obediencia que aprovechó todos los recursos de su perfecta humanidad, obediencia que radicaba en su persona, una obediencia de la que él siempre será una perfecta personificación. Es una obediencia que halla su eficacia y virtud permanentes en él. Y nosotros nos beneficiamos de la misma debido a nuestra unión con éL Es justamente esto lo que sirve para anunciar la importancia de la verdad central en toda la soteriología, esto es, la unión y comunión con Cristo.
Si bien es cierto que el concepto de obediencia nos suple de una categoría inclusiva en términos de la cual se puede contemplar la obra expiatoria de Cristo, y que establece desde un inicio la mediación activa de Cristo en el cumplimiento de la redención, debemos pasar ahora a analizar aquellas categorías específicas por medio de las cuales la Escritura establece la naturaleza de la expiación.
Sacrificio
Se ve a primera vista que el Nuevo Testamento presenta la obra de Cristo como un sacrificio.2 Y la única pregunta que se suscita es: ¿Qué concepto de sacrificio rige es el uso constante del término el cuando se lo usa para referirse a la obra de Cristo? La única forma de responder a esta pregunta es determinando cuál era el concepto de sacrificio que tenían los oradores y escritores del Nuevo Testamento. Imbuidos Como lo estaban del lenguaje y las ideas del Antiguo Testamento, sólo hay una dirección en la que buscar su interpretación del significado y efecto del sacrificio. ¿En qué consiste la idea de sacrificio en el Antiguo Testamento? Se ha generado bastante debate en tomo a esta cuestión. Pero podemos afirmar con toda confianza que los sacrificios del Antiguo Testamento eran básicamente expiatorios. Esto significa que tenían que ver con el pecado y Con la culpa. El pecado involucra cierto grado de responsabilidad, una responsabilidad que brota, por una parte, de la santidad de Dios, y por otra, de la gravedad del pecado como contradicción de esta santidad. El sacrificio era la provisión divinamente instituida mediante la cual el pecado podía ser cubierto y quitada la susceptibilidad a la ira y maldición divinas.
En el Antiguo Testamento, cuando la persona devota llevaba su oblación al altar, sustituía una víctima animal en su lugar. Al imponer las manos sobre la cabeza de la ofrenda, se transfería simbólicamente a la ofrenda el pecado y la responsabilidad del oferente. Éste era el elem(:nto central de la transacción. El concepto consistía básicamente en que el pec:ado del oferente era imputado a la ofrenda, y que la ofrenda asumía, como resultado, la pena de muerte. Soportaba como sustituto la pena o responsabilidad debida al pecado.
Evidentemente, había una gran desproporción entre el oferente y la ofrenda y una correspondiente desproporción entre la responsabilidad del oferente y la pena ejecutada sobre la ofrenda. Estas ofrendas ~ran sólo sombras e imágenes. Sin embargo, es evidente el concepto de expiaciót:l, y es este significado expiatorio el que establece el trasfondo para la interpretación del sacrificio de Cristo. La obra de Cristo es expiatoria, y la es con ut:la virtud, eficacia y perfección trascendentes, que no se podía aplicar a toros o machos cabríos; sin embargo, es expiatoria en términos del modelo que ofreC:e el rito sacrificial del Antiguo Testamento. El significado de esto es que a él, que es el gran sacrificio ofrecido sin mancha a Dios, le fueron transferidos los pecados y culpas de aquellos en cuyo favor se ofreció a sí mismo en sacrificio. A caUSa de la imputación sufrió y murió el justo por los injustos para llevamos a Dios. Por medio de un sacrificio él ha perfeccionado para siempre a los que son santificados.
Si bien los escritores del Nuevo Testamento no perciben un cumplimiento literal de todas las prescripciones de la ley levítica en el sacrificio que Cristo hizo de sí mismo,3 en cuanto a las ofrendas de animales se refieren, sin embargo, es evidente que tienen en mente ciertas transacciones específicas del ritual mosaico. Por ejemplo, en Hebreos 9:6-15 se mencionan de manera específica las transacciones del gran día de la expiación, y es evidentemente con estas transacciones en mente y sobre la base del sentido simbólico y típico de este ritual, que el escritor expone la eficacia y perfección del sacrificio de Cristo, y lo definitivo del mismo. «Cristo, por el contrario, al presentarse como sumo sacerdote de los bienes definitivos en el tabernáculo más excelente y perfecto, no hecho por manos humanas (es decir, que no es de esta creación), entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno» (vv. 11, 12; cf. vv. 23, 24).
Asimismo, en Hebreos 13:10-13 no podemos dejar de ver que el escritor exhibe la obra de Cristo y su sacrificio bajo la forma de aquellos sacrificios por el pecado -sacrificio por el pecado del sacerdote y sacrificio por el pecado de toda la congregación- cuya sangre era introducida en el santuario, y la carne, piel y piernas eran quemadas fuera del campamento. Por cuanto ninguna parte de la carne de estos sacrificios por el pecado podía ser consumida por los sacerdotes, el escritor lo aplica a Cristo, no, desde luego, con el cumplimiento literal de todos los detalles, pero con el aprecio de su significado parabólico y típico. «Por eso también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad. Por lo tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, llevando la deshonra que él llevó» (vv. 12, 13).
Jesús, por tanto, se ofreció a sí mismo en sacrificio, y ello de una manera muy particular bajo la forma o modelo que el sacrificio por el pecado ofreció en la economía levítica. Al ofrecerse de esta manera, expió la culpa y purificó el pecado para que podamos acercamos a Dios con la plena seguridad que da la fe y podamos entrar en el Lugar Santísimo mediante la sangre de Jesús, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura. En relación con esto, debemos tener también presente lo que ya hemos considerado: que los sacrificios levíticos siguieron un modelo celestial, según lo que la epístola a los Hebreos llama «las realidades celestiales». Las sangrientas ofrendas del ritual mosaico eran copias de la ofrenda superior de Cristo mismo, por medio de la que fueron purificadas las realidades celestiales (Heb. 9:23).
Esto sirve para confinuar la tesis de que lo que era constitutivo en los sacrificios levíticos tiene que haber sido también constitutivo en el sacrificio de Cristo. Si los sacrificios levíticos eran expiatorios, cuánto más debió ser expiatorio el sacrificio arquetípico y expiatorio recordemos, no en la dimensión de lo temporal, provisional, preparatorio y parcial, sino de lo eterno, de lo penuanentemente real, de lo definitivo y completo. El sacrificio arquetípico fue, por ello, eficaz de una manera en que aquello que era su copia no podía serlo. Es este pensamiento el que se hace evidente cuando leemos: «¡cuánto más la sangre de Cristo, quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificara nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte, a fin de que sirvamos al Dios viviente!» (Heb. 9:14). Debemos interpretar el sacrificio de Cristo en ténuinos de los modelos levíticos porque ellos mismos habían sido modelados según el sacrificio de Cristo. Pero dado que los sacrificios levíticos eran sólo modelos, debemos también reconocer las limitaciones que poseían en contraste con el carácter perfecto del propio sacrificio de Cristo. Y debido a que estas limitaciones eran inherentes en las ofrendas levíticas, no encontramos y no podríamos esperar encontrar en el sacrificio de Cristo un cumplimiento literal de los detalles de los sacrificios levíticos. La desproporción entre el oferente y la ofrenda y entre la culpa del oferente y el derramamiento de sangre de la ofrenda bajo el ritual del Antiguo Testamento, fue lo que hizo necesaria la eliminación de tal desproporción en el caso del sacrificio de Cristo. La ausencia de esta desproporción en el sacrificio del Hijo de Dios se correlaciona, con la ausencia en su caso de todos los detalles de las prescripciones levíticas, que hubieran sido incompatibles con el carácter trascendente y singular de su propia entrega.
Sin embargo, que la obra de Cristo fuera ofrecerse en sacrificio por el pecado, implica una verdad complementaria que se pasa demasiadas veces por alto. Es que, si Cristo se ofreció en sacrificio, significa que también fue un sacerdote.4 Y fue un sacerdote que se ofreció a sí mismo. No fue ofrecido por otro; él mismo se ofreció. Esto es algo que no podía ser demostrado en el ritual del Antiguo Testamento. El sacerdote no se ofrecía a sí mismo, y tampoco podía la víctima ofrecerse a sí misma. Pero en Cristo tenemos esta particular combinación que sirve para exhibir la singularidad de su sacrificio, el carácter trascendente de su oficio sacerdotal y la perfección inherente en su sacrificio sacerdotal. Es en virtud de su oficio sacerdotal y en cumplimiento de su función sacerdotal que hace expiación por el pecado. Ciertamente fue el cordero inmolado, pero fue también el sacerdote que se ofreció a sí mismo como el cordero de Dios para quitar el pecado del mundo. Es esta sorprendente coyuntura la que revela en Cristo la unión de su oficio sacerdotal y su ofrenda expiatoria. Todo ello queda implicado en la sencilla expresión que tan a menudo citamos pero que pocas veces apreciamos: «Se ofreció sin mancha a Dios». Y se puede verificar de la manera más plena lo que ya hemos visto con anterioridad: que en el acontecimiento culminante que registró y llevó a consumación su acto sacrificador, él estuvo intensamente activo, y activo, recuérdese, en ofrecer a Dios el sacrificio que expió toda la carga de condenación divina contra una multitud que nadie puede contar de toda nación, raza, pueblo y lengua.
Además, y por último, es el reconocimiento de la función sacerdotal de Cristo que vincula el sacrificio ofrecido una vez con la permanente función sacerdotal del Redentor. Él es sacerdote par<l siempre según el orden de Melquisedec. Él es sacerdote ahora, no para ofrecer sacrificio, sino como la manifestación permanente y personal de toda la eficacia y virtud que resultó del sacrificio ofrecido una vez por todas. Y es como tal que sigue intercediendo por su pueblo. Su intercesión continua y perenne está ligada al sacrificio ofrecido una vez. Pero está así ligada porque es en su condición como el gran sumo sacerdote de nuestra profesión que él perfeccionó lo uno y continúa lo otro.
Propiciación
El término griego traducido al castellano como «propiciación» (RV60), aparece muy poco en el Nuevo Testamento. Esto puede parecer sorprendente cuando consideramos que aparece con tal frecuencia en la versión griega del Antiguo Testamento, la palabra tan frecuentemente traducida por nuestro término castellano «expiación». Podríamos pensar que una palabra tan común en el Antiguo Testamento griego en relación con el ritual de la expiación habría sido empleada abundantemente por los escritores del Nuevo Testamento. Pero no es así.
Sin embargo, este hecho no quiere decir que la obra expiatoria de Cristo no tenga que ser interpretada en términos de propiciación.5 Hay pasajes en los que se aplica de manera expresa el lenguaje de la propiciación a la obra de Cristo (Ro. 3:25; 1 Jn. 2:2; 4:10, RV60). y esto significa, sin ninguna duda, que la obra de Cristo debe ser considerada como propiciación. Pero hay también otra consideración. La frecuencia con la que el concepto aparece en el Antiguo Testamento en relación con el rito sacrificial, el hecho de que el Nuevo Testamento aplica a la obra de Cristo el mismo término que denotaba este concepto en el Antiguo Testamento griego, y el hecho de que el Nuevo Testamento contempla el rito levítico como proveyendo la pauta para el sacrificio de Cristo, lleva todo ello a la conclusión de que ésta es una categoría en términos de la cual no sólo se interpreta apropiadamente el sacrificio de Cristo, sino en términos de la cual debe ser necesariamente interpretada. En otras palabras, la idea de la propiciación está tan entretejida en la estructura del ritual del Antiguo Testamento que sería imposible considerar este ritual como pauta del sacrificio de Cristo si la propiciación no ocupase un lugar similar en el gran sacrificio ofrecido una vez por todas. Ésta es otra manera de decir que el sacrificio y la propiciación están en la más estrecha relación. La aplicación axpresa del término «propiciación» a la obra de Cristo por parte de los escritores del Nuevo Testamento es la confirmación de esta conclusión.
Pero, ¿qué significa propiciación? En el hebreo del Antiguo Testamento se expresa mediante una palabra que significa «cubrir». En relación con este cubrimiento hay, en particular, tres cosas que observar: El cubrimiento tiene lugar en referencia con el pecado; el efecto de este cubrimiento es la purificación y el perdón; tanto el cubrimiento como sus efectos se llevan a cabo en la presencia del Señor (cf. especialmente Lv. 4:35; 10: 1 7; 16:30). Esto significa que el pecado crea una situación en relación con el Señor, una situación que hace necesario el cubrimiento. Debemos apreciar plenamente esta referencia en relación a Dios acerca del pecado y del cubrimiento. Se puede decir que se cubre el pecado, o quizá la persona que ha pecado, de la mirada del Señor. En el pensamiento del Antiguo Testamento sólo podemos dar una interpretación a esta provisión del rito sacrificial. Es que el pecado suscita la ira de Dios. La venganza es la reacción de la santidad de Dios frente al pecado, y el acto de cubrir el pecado hace que la ira de Dios sea removida.
Es evidente que somos llevados al umbral de aquello que queda claramente denotado por la traducción griega tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, esto es, el de la propiciación. Propiciar significa «aplacar», «pacificar», «apaciguar», «conciliar». Y ésta es la idea que se aplica a la expiación obrada por Cristo.
La propiciación presupone la ira y el desagrado de Dios, y el propósito de la propiciación es quitar este desagrado. Enunciada de forma muy sencilla, la doctrina de la propiciación significa que Cristo propició la ira de Dios e hizo a Dios propicio para con su pueblo. Quizá no existe ningún principio acerca de la expiación que haya recibido más violentas críticas que éste.6 Se le acusa de tener un concepto mitológico de Dios, de presuponer que existe un conflicto interno en la mente de Dios y entre las personas de la Deidad.
Se ha aducido que esta doctrina presenta al Hijo como persuadiendo al indignado Padre a tener clemencia y amor, suposición totalmente inconsistente con el hecho de que el amor de Dios es la misma fuente de la que brota la expiación.
Cuando se presenta la doctrina de la propiciación bajo este ángulo, es posible criticarla de manera muy efectiva y denunciarla como una sediciosa caricatura del evangelio cristiano. Pero la doctrina de la propiciación no tiene que ver con esta caricatura, con la que ha sido mal concebida y falsamente presentada. Esta clase de crítica no ha comprendido o apreciado algunas distinciones básicas e importantes, por no decir otra cosa.
En primer lugar, amar y ser propicio no son términos equivalentes. Es falso presuponer que la doctrina de la propiciación considera a ésta como aquello que es causa o que constriñe al amor divino. Es incoherente pretender pensar que la propiciación de la ira divina perjudica o es incompatible con el pleno reconocimiento de que la expiación es la provisión del amor divino.
En segundo lugar, la propiciación no transforma la ira de Dios en amor. La propiciación de la ira divina, efectuada en la obra expiatoria de Cristo, es la provisión del amor eterno e inmutable de Dios, de manera que por medio de la propiciación de su propia ira aquel amor puede alcanzar su propósito de una manera que concuerda con su santidad y con la gloria de los dictados de la misma. Una cosa totalmente falsa es decir que el iracundo Dios se transforma en un Dios amante. Otra cosa muy distinta y profundamente verdadera es decir que el iracundo Dios es un Dios amante. Pero también es cierto que la ira de Dios es propiciada por medio de la cruz. Esta propiciación es el fruto del amor divino que la proveyó. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados» (1 Jn. 4:10).
La propiciación es la base sobre la que opera el divino amor y el canal por mediodel que fluye para lograr su propósito. En tercer lugar, la propiciación no le quita mérito al amor y a la misericordia de Dios; más bien destaca lo maravilloso de su amor, porque muestra el precio que implica el amor redentor. Dios es amor. Pero el supremo objeto de este amor es él mismo. Y por cuanto se ama a sí mismo supremamente no puede tolerar que lo que pertenece a la integridad de su carácter y gloria sea puesto en peligro o reducido. Ésta es la razón de la propiciación. Dios aplaca su propia santa ira en la cruz de Cristo con el fin de que el propósito de su amor para con los perdidos pueda ser cumplido en conformidad con (y para vindicación de) todas las perfecciones que constituyen su gloria. «Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre … De este modo Dios es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús» (Ro. 3:25, 26).
La antipatía contra la doctrina de la propiciación como propiciadora de la ira divina se apoya, sin embargo, en la falta de apreciación del significado de la expiación. La expiación es aquello que satisface las exigencias de la santidad y de la justicia. La ira de Dios es la reacción inevitable de la santidad divina contra el pecado. El pecado es la contradicción de la perfección de Dios y Dios no puede menos que sentir rechazo contra aquello que es la contradicción de él mismo. Este rechazo constituye su santa indignación. «La ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad» (Ro. 1:18). El juicio de Dios contra el pecado es esencialmente su ira. Si hemos de creer que la expiación es el trato vicario que Dios realiza juzgando el pecado, es absolutamente necesario afirmar que es la prueba vicaria de aquello en lo que queda epitomado este juicio. Negar la propiciación es minar la naturaleza de la expiación como la prueba vicaria por el castigo del pecado. En resumidas palabras, es negar la expiación vicaria. Gloriarse en la cruz de Cristo es gloriarse en Cristo como el sacrificio propiciatorio ofrecido una vez, como el propiciatorio permanente y como aquel que incorpora en sí mismo para siempre toda la eficacia de la propiciación cumplida de una vez para siempre. «Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo, el Justo. Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo» (1 Jn. 2:1, 2).
Reconciliación
La propiciación centra la atención en la ira de Dios y en la provisión divina para la remoción de aquella ira. La reconciliación centra la atención en nuestro alejamiento de Dios y en el método divino que nos restaura a su favor. Evidentemente, estos dos aspectos de la obra de Cristo están estrechamente relacionados. Pero la diferencia entre ellos es importante. Sólo observando esta diferencia podemos descubrir las riquezas de la provisión divina para suplir las necesidades de nuestra multiforme miseria.
La reconciliación presupone que la relación entre Dios y los seres humanos ha sido alterada. Supone una enemistad y un alejamiento. Este alejamiento es doble, nos alejamos de Dios, y Dios se aleja de nosotros. La causa del alejamiento es, naturalmente, nuestro pecado, pero el alejamiento consiste no sólo en nuestra impía enemistad contra Dios, sino también en el santo alejamiento de Dios respecto a nosotros. Nuestros pecados han causado una separación entre Dios y nosotros, y nuestros pecados han hecho que oculte su rostro (e[. Is. 59:2). Si desligamos de la palabra «enemistad», en relación a Dios, todo lo que tenga que ver con malicia y perversidad, podemos hablar de manera apropiada de este alejamiento de parte de Dios como su santa enemistad hacia nosotros. La reconciliación considera y remueve este alejamiento.
Podríamos pensar en consecuencia que la reconciliación pone fin no sólo a la santa enemistad de Dios contra nosotros, sino también nuestra impía enemistad contra él. Nuestro término castellano podría crear esta impresión de manera muy natural. Además, este concepto podría parecer sustentado por el uso del mismo Nuevo Testamento. Nunca se dice de manera expresa que Dios fuese reconciliado con nosotros, sino más bien que somos reconciliados con Dios (Ro. 5:10,11; 2 Ca. 5:20). Y cuando se emplea la voz activa, se dice que Dios nos reconcilia consigo mismo (2 Ca. 5:18, 19; Ef. 2:16; Col. 1:20, 21 ).
Esto parece apoyar el argumento de que la reconciliación termina nuestra enemistad con Dios, y no su santo alejamiento de nosotros. Y de este modo se ha mantenido que cuando se concibe la reconciliación como una acción de parte de Dios, es aquello que Dios ha hecho para cambiar nuestra enemistad en amor, y que cuando se concibe como resultado, es la eliminación de nuestra enemistad contra Dios. Consiguientemente, se ha presentado la reconciliación como consistiendo en aquello que Dios ha hecho para que nuestra enemistad sea eliminada. En resumidas palabras, el pensamiento se centra en nuestra enemistad, y la doctrina de la reconciliación se presenta en estos términos.
Cuando examinamos la Escritura más de cerca, descubriremos que cierto es lo contrario. No es la enemistad nuestra contra Dios lo que está en primer plano en la reconciliación, sino el alejamiento de Dios respecto a nosotros.
Este alejamiento de parte de Dios surge, desde luego, de nuestro pecado; es nuestro pecado lo que suscita esta reacción de su santidad. Pero es el alejamiento de Dios respecto a nosotros lo que queda en primer plano cuando la reconciliación se percibe ya sea como acción o como resultado.
A este respecto, vale la pena examinar unos cuantos casos del uso de la palabra «reconciliar» en el Nuevo Testamento. Estos ejemplos se aplican al uso de la palabra en relaciones humanas. El primero es Mateo 5:23,24.8 «Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda». Por ahora nos interesa el significado del imperativo <,reconcíliate con tu hermano». Es preciso hacer las siguientes observaciones.
1. No se supone ni se sugiere que el adorador que acude a ofrecer su ofrenda en el altar desea algún malo siente enemistad contra el hermano con quien debe reconciliarse. Esto podría ser o no ser cierto. Pero este factor no se cuenta en esta situación. El factor que se da como la razón para interrumpir el acto de adoración es sencillamente que existe alejamiento. Algo ha intervenido en la relación de las dos personas. La persona llamada el «hermano» considera que la persona que lleva la ofrenda al altar ha cometido un agravio en contra suya y que es culpable de haber quebrantado la armonía de la relación.
2. En este caso, se supone como probable que el adorador haya hecho algo para agraviar al otro hermano, que es culpable de alguna mala conducta o quebrantamiento del afecto. Sin embargo, asumir esto no es absolutamente necesario. Además, ya sea cierto o no, debemos tener en cuenta el hecho de que se le ordena al adorador que haga lo que tiene que hacer, sin tener en cuenta la justicia o la injusticia del parecer o juicio del hermano.
3. Lo que se le ordena al adorador es que se reconcilie con su hermano. El mandamiento «reconcíliate» no significa «quita tu enemistad o malicia». No se le supone ninguna malicia. Además, si esto fuese lo que se le ordena, no tendría necesidad de dejar el altar para hacerlo. Lo que se le manda al adorador es algo muy diferente. Se le manda que deje el altar, que se dirija a su ofendido hermano, y luego que haga algo. ¿Qué es lo que tiene que hacer? Tiene que quitar la razón del distanciamiento o alejamiento de parte del hermano. Tiene que arreglar las cosas con su hermano para que no tenga razón alguna de sentirse agraviado; tiene que hacer todo lo que sea necesario para que se reanude la armonía en la relación. El acto de la reconciliación consiste en eliminar la razón por la que existe discordia; el resultado de la reconciliación es la reanudación de la armonía, el entendimiento y la paz en la relación.
Por tanto, es sumamente importante reconocer que lo que el adorador toma en cuenta en el acto de la reconciliación es el agravio que el hermano siente; es la actitud mental de la persona con la que se reconcilia que debe considerar, y no ninguna enemistad que sienta él mismo. Y si empleamos la palabra «enemistad», es la enemistad de parte del hermano agraviado la que queda en primer plano del pensamiento y de la consideración. En otras palabras, es la «contrariedad» mantenida por el hermano ofendido la que considera la reconciliación; la reconciliación lleva a cabo la eliminación de esta «contrariedad».
Entonces, este pasaje nos ofrece una lección sumamente instructiva respecto al significado de «ser reconciliado»; nos muestra que esta expresión, al menos en este caso, enfoca el pensamiento y la atención no en la enemistad de la persona de la que se dice que es reconciliada, sino sobre el alejamiento en la mente de la persona con quien se hace la reconciliación. Y si el sentido que tiene este pasaje es el que aparece en relación a nuestra reconciliación con Dios por medio de la muerte de Cristo, entonces lo que aparece en primer plano cuando se dice que somos reconciliados con Dios es el alejamiento de Dios respecto a nosotros, la santa enemistad de parte de Dios por la cual estamos alejados de él. El acto de la reconciliación sería, entonces, quitar las razones por las que Dios se alejó de nosotros; el resultado de la reconciliación sería establecer una relación armónica y pacífica debido a que se han eliminado las razones por las que Dios se alejó de nosotros. A estas alturas no podemos afirmar que éste sea el sentido preciso de la palabra «reconciliación» con referencia a nuestra reconciliación con Dios. Tendremos que deducir nuestra doctrina de la reconciliación de los pasajes que tratan de manera específica con este tema. Pero Mateo 5:23, 24 nos muestra que el Nuevo Testamento usa la palabra «reconciliar» en un sentido muy distinto del que a primeras nos sugiere nuestro término castellano. Por consiguiente, cuando el Nuevo Testamento habla de que somos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, o de que Dios nos reconcilia consigo mismo, no debemos presuponer que el concepto debe presentarse en términos de la eliminación de nuestra enemistad contra Dios. Mateo 5:23, 24 sugiere una dirección de pensamiento muy distinta, por no decir otra cosa.
Otro caso del uso de la palabra «reconciliar» que evidencia la misma línea de pensamiento se encuentra en 1 Corintios 7:11. Con referencia a la mujer separada de su marido, dice Pablo: «que no se vuelva a casar; de lo contrario, que se reconcilie con su esposo». En este caso, sea cual fuere el grado en el que la enemistad subjetiva de parte de la mujer pueda haber tenido parte en la causa de la separación contemplada, es evidente que el mandamiento «que se reconcilie con su esposo» no puede consistir en que deje su enemistad u hostilidad subjetiva. Esto no cumpliría el propósito de la exhortación. Más bien, lo que contempla la reconciliación es terminar con la separación y reanudar las relaciones matrimoniales idóneas y armoniosas. La reconciliación vista como un acto, consiste en terminar con la separación, y vista como un resultado, consiste en reanudar las relaciones matrimoniales pacíficas.
Una vez más en Romanos 11:15 tenemos un ejemplo importante de la «reconciliación». «Pues si el haberlos rechazado dio como resultado la reconciliación entre Dios y el mundo, ¿no será su restitución una vuelta a la vida?» Es evidente que la reconciliación es contrastada con la exclusión, y que la exclusión es contrastada con la admisión. La admisión no es otra cosa que la recepción de Israel otra vez al favor divino y a la bendición del evangelio. La exclusión es el rechazamiento de Israel del favor divino y de la gracia del evangelio. La reconciliación de los gentiles, que es en base de la exclusión de Israel, es, a modo semejante, la recepción de los gentiles al favor divino. Por lo tanto, la reconciliación de los gentiles no puede ser presentada en términos de quitar la enemistad de parte de los gentiles, sino en términos del cambio en la economía de la gracia de Dios cuando llegó a su fin el alejamiento de los gentiles y fueron hechos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (cf. Ef. 2:11-22). Por mucho que se tenga en cuenta el cambio de enemistad a fe y amor en los corazones de los gentiles como resultado del cambio en la economía de la gracia y el juicio de Dios, gracia para los gentiles y juicio sobre israel, debemos considerar la «reconciliación del mundo» como un cambio en la relación que Dios sostiene con el mundo gentil, cambio del alejamiento al favor y a la bendición del evangelio.
Es la relación de Dios con los gentiles lo que sale a relucir en el uso de la palabra «reconciliación».
Cuando pasamos a considerar los pasajes que tratan de forma directa con la obra de la reconciliación lograda por Cristo, hay que tener en cuenta que la reconciliación en estos otros casos no se refiere a la eliminación de la enemistad subjetiva de la persona de la que se dice que ha sido reconciliada, sino el alejamiento de parte de la persona a la que se dice que somos reconciliados.
Veremos cómo se aplica este concepto a la reconciliación lograda por Cristo. La reconciliación tiene que ver con el alejamiento de Dios respecto a nosotros y por causa del pecado; al quitar el pecado, la reconciliación elimina la razón de este alejamiento, y se obtiene la paz con Dios. Los dos pasajes que consideraremos son Romanos 5 :8-11 y 2 Corintios 5: 18-21.
Romanos 5:8-//
Desde un inicio, la manera en que se presenta aquí el tema de la reconciliación nos señala la dirección en la que descubriremos el significado de la reconciliación. «Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (v. 8). La muerte de Cristo, como aquello que logró la reconciliación, es expuesta como la suprema manifestación del amor de Dios hacia los seres humanos. Lo que resalta es el amor de Dios tal como se manifiesta en una acción tan bien definida como la muerte de Cristo. Por lo tanto, nuestra atención es atraída no a la dimensión subjetiva de la actitud que el ser humano tiene hacia Dios, sino a la actitud divina tal como fue demostrada en un acontecimiento histórico. Interpretar la reconciliación en términos de lo que ocurre en nuestra tendencia subjetiva interferiría con esta orientación. Pero hay también razones más directas que corroboran el pensar así.
Pablo nos dice de manera clara que Dios nos reconcilió por medio de la muerte de su Hijo. El tiempo verbal indica que es un hecho consumado, que fue logrado de una vez para siempre cuando Cristo murió. Podemos ver cuán imposible es interpretar la reconciliación como la eliminación por parte de Dios de nuestra enemistad o como el abandono de la enemistad por parte nuestra. Es cierto que Dios hizo algo de una vez por todas para asegurar que nuestra enemistad fuese quitada y que fuésemos inducidos a echar a un lado nuestra enemistad. Pero aquello que Dios hizo de una vez por todas no consiste en la eliminación o remoción de nuestra enemistad. Además, el argumento a fortiori que emplea Pablo en este pasaje nos daría una construcción no congruente si debiésemos contemplar la reconciliación como la eliminación por parte de Dios de nuestra enemistad, o el abandono de la misma por nuestra parte. El argumento habría de presentarse de alguna manera similar a lo que sigue: «Porque si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido reconciliados, seremos salvados por su vida!» (cf. v. 10). La incongruencia es evidente, y sólo puede remediarse dando al término «reconciliar» un sentido
muy diferente.
Las palabras «reconciliados con él [Dios] mediante la muerte de su Hijo» (v. 10) son paralelas con las palabras «ahora que hemos sido justificados por su sangre» (v. 9). Este paralelismo se presupone en la secuencia del argumento.
Pero la justificación es siempre un concepto legal y no se refiere a ningún cambio subjetivo en la disposición del ser humano. Por cuanto eso es así, la expresión paralela a la misma, esto es, «reconciliados con él [Dios]», debe recibir un sentido judicial similar, y sólo puede significar aquello que sucedió en la esfera objetiva de la acción y del juicio divinos.
La reconciliación es algo que se recibe: «ya hemos recibido la reconciliación» (v. 11). Por decir poco, es de lo más irrazonable intentar ajustar o acomodar este concepto a la idea de la eliminación o del abandono de nuestra enemistad. Este concepto se nos presenta como algo que nos ha sido dado como un don gratuito. Naturalmente, es cierto que es por la obra de la gracia de Dios en nosotros que somos capacitados para volvemos de la enemistad contra Dios a la fe, el arrepentimiento y el amor. Pero en el lenguaje de la Escritura esta obra posterior de la gracia no se describe en términos como los empleados aquí. Podemos detectar lo inapropiado de esta traducción si intentamos parafrasear con este concepto en mente: «ya hemos recibido la eliminación de nuestra enemistad», o «ya hemos abandonado nuestra enemistad». Por otra parte, si consideramos la reconciliación como la libre gracia de Dios en la eliminación del alejamiento con respecto a Dios y la acogida a su favor, entonces todo ello se vuelve coherente y lleno de significado. Lo que hemos recibido es la rehabilitación al favor de Dios. Cuán coherente es con los términos del pasaje y con el regocijo del apóstol decir: «Nos regocijamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, pues gracias a él ya no sufrimos alejamiento de Dios, sino que hemos sido recibidos a su favor y paz».
Pablo dice que fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo cuando éramos todavía enemigos (v. 10). Es totalmente factible contemplar la palabra «enemigos» como expresando aquí, no nuestra enemistad contra Dios, sino como refiriéndose al alejamiento de Dios al que habíamos quedado sujetos. Esta misma palabra es empleada en sentido pasivo en Romanos 11 :28. Si se adopta este sentido, la antítesis instituida entre la enemistad y la reconciliación es exactamente la misma que hay entre alejamiento y recepción al favor divino. Esto corroboraría el argumento anterior en cuanto al significado de la reconciliación. Pero aunque la palabra «enemigos» se comprenda en el sentido activo de nuestra hostilidad hacia Dios, se habría de mantener el mismo significado para reconciliación. ¿Cómo podría ninguna otra interpretación coordinar con el argumento del apóstol?
Difícilmente se podría decir: «Porque si, cuando éramos enemigos activos de Dios, nuestra enemistad fue eliminada por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido eliminada nuestra enemistad, seremos salvados por su vida!»
2 Corintios 5: /8-2/
Servirá para confirmar lo que hemos encontrado en Romanos 5:8-11 para establecer los rasgos destacados de la enseñanza de este pasaje.
La reconciliación es descrita como una obra de Dios. Comienza con Dios y es llevada a cabo por él. «Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo» (v. 18). «En Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo» (v. 19). Este énfasis en el monergismo divino nos indica que la reconciliación es una obra que, como tal, no incluye en su alcance ninguna acción humana. Como logro, no enrola la actividad de los seres humanos ni depende de ella.
La reconciliación es una obra consumada. Los tiempos verbales en los versículos 18, 19, 21 no dejan lugar a duda. No es una obra que esté siendo llevada a cabo de continuo por Dios; es algo consumado en el pasado. Dios no sólo es el único agente, sino que es el agente de una acción ya perfeccionada.
En este pasaje se nos expone en qué consiste la reconciliación. «Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios 10 trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios» (v. 21). Esto nos indica claramente la vicaria acción de Cristo de llevar el pecado como aquello que logró la reconciliación. Este carácter legal de la reconciliación también está expuesto en el versículo 19, donde «no tomándole en cuenta sus pecados» se relaciona con la reconciliación del mundo como explicación de qué es la reconciliación, o como la consecuencia que tiene como resultado. En cualquiera de ambos casos la reconciliación tiene su afinidad con la no imputación de pecados más que con cualquier cooperación subjetiva.
Esta obra consumada de reconciliación es el mensaje encomendado a los mensajeros del evangelio (v. 19). Constituye el contenido del mensaje. Pero el mensaje es aquello que es declarado como un hecho. Se debe recordar que la conversión no es el evangelio. Es la demanda del mensaje del evangelio y la respuesta apropiada al mismo. Cualquier transformación que tenga lugar en nosotros mismos es el efecto en nosotros de aquello que se proclama que ha sido cumplido por Dios. El cambio en nuestros corazones y mentes presupone la reconciliación.
La exhortación «les rogamos que se reconcilien con Dios» (v. 20) debería ser interpretada en términos de lo que hemos descubierto que es el concepto maestro en la reconciliación. Significa: no permanezcan más alejados de Dios, sino más bien disfruten del favor y la paz establecida por la obra reconciliadora de Cristo. Aprovechen la gracia de Dios y gocen esta paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Así, la reconciliación de la que habla la Escritura como cumplida por la muerte de Cristo contempla la relación de Dios para con nosotros. Presupone una relación de alejamiento y lleva a cabo una relación de favor y de paz. Esta nueva relación queda constituida mediante la eliminación de la causa del alejamiento. Esta causa es el pecado y la culpa. La eliminación es llevada a cabo en la obra vicaria de Cristo, cuando él fue hecho pecado por nosotros para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él. Cristo tomó sobre sí mismo el pecado y la culpa, la condenación y la maldición de aquellos en favor de los que murió. Éste es el epítome de la gracia y del amor divinos. Es la propia provisión de Dios y es el cumplimiento de la misma. Dios mismo en su propio Hijo ha eliminado la causa de la ofensa y así recibimos la reconciliación. Es el mensaje de esta obra divina, perfeccionada y completa, que se nos dirige en el evangelio, y la demanda de la fe está cristalizada en el ruego que se pronuncia en nombre de Cristo y como de parte de Dios: «les rogamos que se reconcilien con Dios». Crean que el mensaje es factual y entren en el gozo y la bendición de lo que Dios ha obrado. Reciban la reconciliación.
Redención
La idea de redención no debe ser reducida al concepto general de liberación. La terminología de la redención es una terminología de compra y, más específicamente, de rescate. Y rescate es lograr una liberación mediante el pago de un precio. La evidencia que establece este concepto de redención es muy abundante, e indudablemente debe mantenerse que la redención lograda por Cristo ha de ser interpretada en tales términos. La palabra de nuestro mismo Señor (Mt. 20:28; Mr. 10:45) debería poner fuera de toda duda tres hechos: 1) que la obra que vino a cumplir al mundo es una obra de rescate, 2) que la dádiva de su vida fue el precio del rescate, y 3) que su rescate fue de naturaleza sustitutiva.
La redención presupone alguna clase de esclavitud o de cautiverio, y, por ello, la redención implica aquello de lo que nos libera el rescate. Así como el sacrificio se dirige a la necesidad suscitada por nuestra culpa, la propiciación a la necesidad que surge de la ira de Dios, y la reconciliación a la necesidad que brota de nuestro alejamiento de Dios, de esta forma la redención se dirige a la esclavitud a la que nos ha consignado nuestro pecado. Esta esclavitud es, naturalmente, multiforme. Consiguientemente, la redención como compra o rescate recibe una gran variedad de referencias y aplicaciones. La redención se aplica a cada aspecto de nuestra esclavitud, y nos abre las puertas a una libertad que no es nada menos que la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Naturalmente, no hemos de apremiar de manera indebida la terminología de compra o redención. Como T. J. Crawford nos recuerda, no debemos intentar «delinear la obra de Cristo como una conformidad exacta con todo lo que se hace en actos humanos de redención».lO Nuestras presentaciones se volverían de esta manera artificiales y fantasiosas. Pero la realidad de que «nuestra salvación es conseguida por un proceso de conmutación análogo al pago de un rescate» (ibid., p. 63) aparece claramente en el mensaje del Nuevo Testamento. ¿En qué aspectos contempla, entonces, la Escritura la redención obrada por Cristo? Los más evidentes de ellos se pueden incluir bajo las dos siguientes divisiones:
La ley
Cuando la Escritura relaciona la redención con la ley de Dios, los términos que emplea deben ser observados de manera cuidadosa. No dice que seamos redimidos de la ley. Esto no sería una descripción precisa, y la Escritura se abstiene de tal expresión. No somos redimidos de la obligación de amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, nuestro ser y nuestra mente y a nuestro prój imo como a nosotros mismos. La ley queda resumida en estos dos mandamientos (Mt. 22:40) yel amor es el cumplimiento de la ley (Ro. 13: 10).
La suposición de que seamos liberados de la ley en el sentido de esta obligación introduciría una contradicción en el designio de la obra de Cristo. Sería una contradicción a la misma naturaleza de Dios pensar que nadie pueda ser exonerado de la necesidad de amar a Dios COn todo el corazón y de obedecer sus mandamientos. Cuando la Escritura relaciona la redención con la ley de Dios, emplea términos más específicos.
1. La maldición de la ley. «Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros» (Gá. 3:13). La maldición de la leyes su sanción penal. Esto es de manera esencial la ira o maldición de Dios, el desagrado que se encuentra sobre cada infracción de las demandas de la ley.
«Maldito sea quien no practique fielmente todo lo que está escrito en el libro de la ley» (Gá. 3:1O). Sin liberación de esta maldición no podría haber salvación. Es de esta maldición que ha rescatado Cristo a su pueblo, y el precio del rescate consiste en que él mismo fue hecho maldición. Se identificó hasta tal punto con la maldición que yacía sobre su pueblo, que la contrajo totalmente, con toda su intensidad no mitigada. Esta maldición la cargó sobre sí mismo, agotándola. Éste fue el precio pagado por esta redención, y la libertad lograda para los beneficiarios consiste en que no hay más maldición.
La ley ceremonial. «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos» (Gá. 4:4, 5). Lo que está aquí a la vista es la redención de la servidumbre tutelar bajo la economía mosaica y el pueblo de Dios bajo el Antiguo Testamento eran hijos de Dios por la adopción divina de la gracia. Pero eran como hijos en minoría de edad, bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre (cf. Gá.4:2). Y el ministro de esta disciplina tutelar, pedagógica, fue la economía mosaica (cf. Gá. 3:23,24). Pablo contrasta este período de tutela bajo la ley mosaica con la plena libertad otorgada a todos los creyentes, judíos o gentiles, bajo el evangelio. Esta plena libertad y privilegio, la llama la adopción de hijos (Gá. 4:5). Cristo vino a fin de lograr esta adopción. La consideración particularmente pertinente a la cuestión del precio pagado para esta redención es el hecho de que Cristo fue engendrado bajo la ley. Él nació bajo la ley de Moisés; estuvo sujeto a sus condiciones y cumplió sus estipulaciones. En él, la ley de Moisés cumplió su propósito, y su significado recibió en él su validez y manifestación permanentes. Por consiguiente, él nos redimió de una servidumbre relativa y provisional, servidumbre de la cual la economía mosaica era su instrumento.
Esta redención tiene importancia no sólo para los judíos, sino también para los gentiles. En la economía del evangelio no se les demanda ni a los gentiles que pasen por la disciplina tutelar a la que estuvo sujeta Israel. «Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía. Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús» (Gá. 3:25,26). Esta extraordinaria gracia, que todos, sin distinciones ni discriminaciones, sean hijos de Dios por la fe de Cristo Jesús, es el resultado de una redención lograda de la realidad de que Cristo fue hecho bajo la ley de Moisés y cumplió sus estipulaciones y propósito.
3. La ley de las obras. Cristo nos ha redimido de la necesidad de guardar la ley como la condición de nuestra justificación y aceptación por parte de Dios. Sin esta redención no podría haber ni justificación ni salvación. Es la obediencia del mismo Cristo la que ha logrado nuestra liberación. Porque es por su obediencia que muchos serán constituidos justos (Ro. 5: 19). En otras palabras, es la obediencia activa y pasiva de Cristo la que constituye el precio de esta redención, una obediencia activa y pasiva porque él fue hecho bajo ley, cumplió todas las demandas de la justicia y satisfizo todas las sanciones de la justicia.
Pecado
Que Cristo redimió a su pueblo del pecado, se deduce de lo que se ha dicho acerca de la ley. La fuerza del pecado es la ley, y donde no hay ley no hay transgresión (1 Ca. 15:56; Ro. 4:15). Pero la Escritura también presenta la redención en relación directa con el pecado. Es en esta relación que se indica claramente a la sangre de Cristo como el medio por el que se logra esta redención. La redención del pecado abarca las varias perspectivas desde las que se puede contemplar el pecado. Es la redención del pecado en todos sus aspectos y consecuencias. Esto es particularmente evidente en pasajes como Hebreos 9:12 y Apocalipsis 5:9. El carácter inclusivo de la redención en cuanto a cómo afecta al pecado y a sus males concomitantes se exhibe, quizá de la manera más clara, por el hecho de que la
consumación escatológica de todo el proceso de la redención es designada como la redención (cf. Lc. 21:28; Ro. 8:23; Ef. 1:14; 4:30; y posiblemente 1 Ca. 1 :30). El hecho de que se emplee el concepto de redención para designar la total y definitiva liberación de todo mal y el cumplimiento del objetivo hacia el que se mueve todo el proceso de la gracia redentora, manifiesta de manera muy clara cuán ligado está con la redención obrada por Cristo el logro de la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Y también manifiesta que la redención es constitutiva del concepto mismo de la gloria consumada para el pueblo de Dios. No es de extrañar, entonces, que la profecía del Antiguo Testamento hable en estos términos (cf. Os. 13: 14) y que el cántico de los glorificados sea el cántico de la redención (cf. Ap. 1:5,6; 5:9).
No obstante, en este debate pensamos en la redención como una obra cumplida por parte de Cristo. Cuando se contempla la redención en este sentido más limitado, hay dos aspectos del pecado que quedan claramente destacados como aquellos sobre los que tiene efecto el logro redentor de Cristo. Son la culpa y el poder del pecado. Y los dos efectos que brotan de este logro redentor son, respectivamente: 1) la justificación y el perdón del pecado; y 2) la liberación de la contaminación y del poder del pecado. La redención, en cuanto a su influencia sobre la culpa y en su producción de justificación y remisión, es algo que se considera en pasajes como Romanos 3:24; Efesios 1: 7;
Colosenses 1: 14; Hebreos 9: 15. Y la redención, en cuanto a su influencia sobre el poder esclavizante y contaminante del pecado, es algo que se considera en TIto 2: 14; 1 Pedro 1: 18, aunque no se puede excluir todo sentido legal en estos dos últimos pasajes.
En relación con la redención de la culpa del pecado, se presenta de manera clara la sangre de Cristo como rescate sustitutivo y como el precio del rescate para nuestra liberación. Las declaraciones de nuestro Señor acerca de la redención (Mt. 20:28; Mr. 10:45) muestran sin duda alguna que él interpretaba el propósito de su venida al mundo en términos de rescate sustitutivo y que este rescate no era nada menos que el acto de dar su vida. Y, en el uso del Nuevo Testamento, el acto de dar su vida es lo mismo que el derramamiento de su sangre. Por tanto, para el Señor, la redención consistía en un derramamiento de sangre sustitutivo, un derramamiento de sangre en lugar y en favor de muchos, con el fin de adquirir mediante ello a los muchos en favor de los cuales él dio su vida en rescate. Es este mismo concepto el que se reproduce en la enseñanza apostólica. Aunque la terminología no es de
manera precisa la misma que la de la redención, no podemos perder de vista el sentido de redención de la declaración de Pablo en su encargo a los ancianos de Éfeso cuando se refiere a «la iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre» (Hch. 20:28). En otros pasajes se expresa abiertamente el pensamiento que da Pablo aquí en términos de la terminología de redención o de rescate cuando dice de Cristo jesús que «se entregó por nosotros para rescatamos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien» (TIt. 2:14). U otra vez, cuando dice Pablo que en el Amado «tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados» (Ef. 1: 7 j cf. Col. 1: 14), queda claro que concibe el perdón de pecados como la bendición obtenida por una redención lograda con sangre. Y aunque Hebreos 9: 15 sea de difícil exégesis, queda, sin embargo, claro que la muerte de Cristo es el medio de la redención con referencia a los pecados cometidos bajo el antiguo pacro: la muerte de Cristo es eficaz como redención con referencia al pecado.
No podemos separar artificialmente la redención como rescate que libera de la culpa del pecado, de las otras categorías en las que se debe interpretar la obra de Cristo. Estas categorías son tan sólo aspectos desde los que se debe contemplar la obra de Cristo consumada de una vez para siempre, y por ello se puede decir que se entrelazan unas con otras. Este hecho, en cuanto se aplica a la redención, aparece, por ejemplo, en Romanos 3:24-26: «pero por su gracia son justificados gratuitamente», dice Pablo, «mediante la redención que Cristo jesús efectuó. Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia. De este modo Dios es justo, y a la vez, el que justifica a los que tienen fe en jesús». Aquí no sólo se nos presenta la redención y la propiciación, sino que hay una combinación de conceptos que tienen que ver con la intención y el efecto de la obra de Cristo, y esto muestra cuán estrechamente relacionados están estos diversos conceptos. Este pasaje ejemplifica y confirma lo que establecen otras consideraciones, es decir, que la redención que libera de la culpa del pecado debe ser presentada en términos jurídicos de manera análoga a aquellos que se deben aplicar a la expiación, a la propiciación y a la reconciliación.
La redención que libera del poder del pecado puede ser designada como el aspecto triunfal de la redención. En su obra consumada, Cristo realizó de una vez para siempre algo respecto al poder del pecado, y es en virtud de esta victoria obtenida, que quebrantó el poder del pecado en todos aquellos que se han unido a él. Es en relación a esto que debemos apreciar un aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento que es frecuentemente olvidado. Es que no sólo se considera a Cristo como habiendo muerto por el creyente, sino que el creyente es presentado como habiendo muerto en Cristo y como resucitado con él a una nueva vida. Este es el resultado de la unión con Cristo. Porque por medio de esta unión, no sólo Cristo es unido a aquellos que le han sido dados, sino que ellos se unen a él. Por ello, no sólo Cristo murió por ellos, sino que ellos murieron en él y resucitaron con él (cf. Ro. 6:1-10; 2 Ca. 5:14,15; Ef. 2:1-7; Col. 3:1-4; 1 P. 4:1, 2).
Es este hecho de haber muerto con Cristo en la eficacia de su muerte y de haber resucitado con él en el poder de su resurrección, que asegura para todo el pueblo de Dios la liberación del dominio del pecado. Da la base para la exhortación: «De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Ro. 6:11), y da fuerza a la certidumbre apodíctica: «Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes» (Ro. 6:14). Es este hecho de haber muerto y resucitado con Cristo, contemplado como una implicación de la muerte y resurrección de Cristo cumplida una vez por todas, 10 que provee la base del ptoceso de santificación. y se apela constantemente al mismo como el apremio e incentivo para la santificación en la práctica del creyente.
Es también aquí que podemos reflexionar de manera aptopiada acerca de la relación de la redención con Satanás. Y se debe contemplar en relación con el aspecto triunfal de la misma. Los primeros padres de la iglesia cristiana dieron un lugar destacado a esta fase de la redención y la presentaron en términos de un rescate pagado al diablo. Esta presentación devino fantasiosa y absurda. Su falsedad fue eficazmente expuesta por Anselmo en su clásica obra Cur Deus Horno. Sin embargo, en reacción contra esta formulación fantasiosa, corremos el riesgo de dejar de lado la gran verdad que aquellos padres intentaban expresar. Aquella verdad es la relación que tiene la obra redentora de Cristo sobre el poder y la actividad de Satanás y sobre las fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales (cf. Ef. 6:12). Desde luego, es significativo en relación con esto que la primera promesa de la gracia redentora, el primer rayo de luz redentora que cayó sobre nuestros caídos primeros padres, fue en términos de la destrucción del tentador. Y este mismo énfasis está incrustado en el Nuevo Testamento. Según nuestro Señor iba aproximándose al Calvario y tal como la petición de los griegos le había vuelto a recordar acerca de la significación universal de la obra que estaba para llevar a cabo, fue entonces que aprovechó la ocasión para referirse al triunfo sobre el supremo enemigo, y dijo: «El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado» (Jn. 12:31). Y, para el apóstol Pablo, la gloria que irradiaba desde la cruz de Cristo era una gloria irradiada por el hecho de que, «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal» (CoL 2:15). Aunque demasiadas veces dejamos de tener en cuenta la tétrica realidad de la muerte y nos sentimos tranquilos en presencia de la misma, no debido a la fe sino debido a una endurecida insensibilidad, no era así en el fervor de la fe del N uevo Testamento. Fue con profundo significado que el escritor de la epístola a los Hebreos escribió que Jesús participó de carne y de sangre «para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte –es decir, al diablo–, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida>, (Heb. 2:14, 15). Fue sólo este triunfo el que liberó a los creyentes de la esclavitud del temor y que inspiró la confianza y la compostura de la fe. Pero este triunfo tenía relevancia para ellos porque la conciencia de ellos estaba condicionada por el conocimiento interior del papel y de la actividad de Satanás, y la confianza y la compostura se afianzaron en su ser porque sabían que el triunfo de Cristo anulaba al siniestro agente que tenía el poder de la muerte.
Así, vemos que la redención del pecado no puede ser concebida ni formulada de manera adecuada excepto cuando abarque la victoria que Cristo logró de una vez para siempre sobre aquel que es el dios de este mundo, el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia. Debemos contemplar el pecado y el mal en sus mayores proporciones como un reino que abarca la sutileza, la destreza, la ingenuidad, el poder y la incansable actividad de Satanás y de sus legiones o autoridades, potestades que dominan este mundo de tinieblas, fuerzas espirituales malignas en las regiones celestes (véase Ef. 6:12). Yes imposible hablar en términos de redención del poder del pecado excepto cuando se incluye en el campo de este logro redentor la destrucción del poder de las tinieblas. Así es que podemos gozar de una comprensión más inteligente de lo que encontró Cristo cuando dijo: «Pero ya ha llegado la hora de ustedes, cuando reinan las tinieblas, (Le 22:53) y de lo que obró el Señor de la gloria cuando expulsó al príncipe fuera de este mundo (Jn. 12:31).