Lección 3. ¿Dónde está el piloto?

(Dios está en control)

“El gran acto de fe es cuando el hombre decide que no es Dios”.

Oliver Wendell Holmes junior, carta

En su novela La Peste, Alberto Camus relata la historia de un pueblo que sufre una plaga terrible. El médico, Dr. Rieux, que lucha arduamente contra los efectos de la plaga, siente que Dios es cruel, que está mirando desde el cielo en silencio. La novela plantea la pregunta, ¿Cómo puede un Dios bueno permitir tanta maldad? Esta inquietud, expresada de una forma u otra, es probablemente una de las causas más comunes del rechazo de Dios. ¿Cuántas personas han sufrido alguna tragedia que les hace cuestionar a Dios? ¡Probablemente usted mismo alguna vez! Muchos piensan que el sufrimiento humano nos obliga a elegir entre dos alternativas: que Dios es débil, o que Dios es malo. Frente a estas alternativas, prefieren creer que Dios no existe.

El propósito de las dos lecciones siguientes es probar que ninguna de las dos posiciones es correcta. Al contrario, Dios es todopoderoso, y Dios es bueno.

Primero, en esta lección, estudiaremos la evidencia bíblica del hecho de que Dios está en control de todo. Después, en la siguiente lección, analizaremos el origen del mal y veremos que Dios encamina todo para nuestro bien. 

¡El estudio de este tema dará una perspectiva nueva a toda su vida! ¡Tendrá una nueva paz y tranquilidad, confiando completamente en un Dios amoroso y soberano! Recuerdo la primera vez que empecé a creer que toda mi vida estaba en las manos de Dios: salí silbando, caminando livianamente, con un gozo que jamás había sentido.

Hoy día, más que nunca, el hombre vive estresado y angustiado. Una gran parte del problema es que ¡ha llegado a creer que él mismo es Dios! ¡Con razón se siente nervioso! Solamente la fe en Dios puede poner la vida en perspectiva y devolver el gozo y la alegría.

A. La Providencia de Dios

 La Biblia enseña claramente que Dios gobierna todas las cosas que suceden. No hay nada que escape Su control. Este gobierno continuo se llama la providencia. Él planifica todo y hace que todo suceda de acuerdo con Su plan. Nunca cuestione esta doctrina, porque parece ser un aspecto esencial de la naturaleza de Dios, parte de la definición de Dios.

 Salmo 115.3

 Nuestro Dios está en los cielos; Todo lo que quiso ha hecho.

            Salmo 135.6

 Todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos.

Dios controla aun los eventos más pequeños.

            Proverbios 16.33

 La suerte se echa en el regazo; mas de Jehová es la decisión de ella.

Su gobierno no tiene límite de tiempo o espacio.

            Isaías 46.9-11

 Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero; que llamo desde el oriente al ave, y de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y lo haré venir; lo he pensado, y también lo haré.

Nadie puede cambiar Sus planes.

            Daniel 4.35

 Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga, ¿Qué haces?

Absolutamente todas las cosas suceden de acuerdo con Su deseo.

            Efesios 1.11

 En Él tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad.

 Es bastante claro, ¿verdad? En realidad, si Dios no está en control, ¡no es Dios! Hay una película cómica llamada, ¿Dónde está el piloto? Se trata de un avión que vuela sin piloto. ¿Cómo se sentiría usted si el mundo no tuviera piloto? ¿Cómo se sentiría si pensara que Dios no estuviera en control del universo? 

La Confesión de Fe de Westminster lo expresa así:

 Dios, el gran Creador de todo, sostiene, dirige, dispone, y gobierna a todas las criaturas, acciones y cosas, desde la más grande hasta la más pequeña, por su sabia y santa providencia, conforme a su presencia infalible y al libre e inmutable consejo de su propia voluntad, para la alabanza de la gloria de su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia. (capítulo V, párrafo A)

B. La responsabilidad del hombre

Aunque no he cuestionado la doctrina de la providencia de Dios, mi lucha ha sido la de reconciliar esto con la libertad y la responsabilidad del hombre. A primera vista, la doctrina de la providencia podría confundirse con el fatalismo, como si el hombre fuera un títere, respondiendo mecánicamente a los movimientos de las manos de Dios. Sin embargo, no es así.  Hasta ahora hemos visto un solo aspecto de la enseñanza bíblica.

El otro aspecto es que el hombre es un ser responsable, con su propia voluntad para tomar decisiones. Esto es tan obvio como la soberanía de Dios. Toda la Biblia supone que el hombre es responsable por sus actos. Por ejemplo, Adán y Eva fueron expulsados del Huerto de Edén por su pecado (Génesis 3). 

Permítame explicar cómo yo entiendo el “libre albedrío”: El hombre fue verdaderamente un agente libre en el huerto de Edén, no una máquina ni un títere. Una de las cosas más asombrosas que Dios ha dado al hombre es su libertad. Adán y Eva podrían haber escogido obedecer o desobedecer. No obstante, después de la caída, el hombre es esclavo del pecado, incapaz de escoger el bien, sin la intervención sobrenatural de Dios. Todavía tiene una voluntad, y toma decisiones, pero solamente está inclinado hacia el mal. Aunque puede hacer cosas que externamente parecen buenas obras, cuando tomamos en cuenta los motivos, aun esos hechos son corruptos. 

Hebreos 11.6

Pero sin fe es imposible agradar a Dios.

Romanos 3.10-12

Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.

Génesis 6.5

Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.

Efesios 2.1-3

Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.

Esto no significa que el hombre haya perdido su “voluntad” o su “libertad” en todo sentido. Douglas Wilson compara nuestra libertad humana con un brazo que saca cosas de un baúl. “La voluntad es simplemente el brazo que Dios ha dado a cada uno de nosotros para introducir en el baúl para sacar el contenido del corazón”. A esta libertad la llama “libertad natural”. [1] El brazo es libre para sacar cualquier cosa del baúl, pero no puede sacar algo que no esté allí. Este “brazo” todavía funciona después de la caída, pero el problema es que el baúl (el corazón) solamente contiene opciones pecaminosas. 

Lo maravilloso es que, después de que el Espíritu Santo cambia nuestro corazón y nacemos de nuevo, ponemos nuestra fe en Cristo y somos realmente libres de nuevo. El pecado ya no enseñorea sobre nosotros (Romanos 6.14). Ahora, el baúl también contiene cosas buenas que podemos sacar.   

Pero todavía tenemos un problema teológico:

La dificultad está en reconciliar esta “libertad natural” con la doctrina de la providencia. ¿Cómo puede el hombre ser realmente libre para escoger, si todo sucede de acuerdo con el gobierno directo de Dios? ¿Será solamente una ilusión nuestra libertad?

¡NO! No puedo negar la libertad humana sin anular mis propios pensamientos y contradecirme a mí mismo totalmente. Tendría el mismo problema de los evolucionistas, o los dialécticos, o cualquier que acepte un enfoque mecánico o impersonal del mundo. Si la teoría de la evolución es verdad, entonces mis pensamientos son nada más que el resultado de un proceso natural, de un movimiento impersonal de átomos. Y si mis pensamientos son solamente un movimiento de átomos, en tal caso mi teoría de la evolución también es una reacción mecánica impersonal, y por lo tanto ¡no tiene ningún significado! Si el universo es como un gran reloj, pues mis pensamientos son nada más que un “tic toc” de ese reloj. Si yo quisiera negar la libertad de mis pensamientos, sería más consecuente quedarme callado, tal como Cratilo, el filósofo griego. [2] Era discípulo de Heráclito, quien creía que todo estaba en constante movimiento como un río. Algunos de los pensadores de su tiempo (como Gorgias) abandonaron la posibilidad de conocimiento y comunicación. 8 ¿Por qué? Porque no puedo sostener que el universo es un gran río que fluye, y pretender que estoy sentado a la orilla observándolo, como si no fuera parte de él. Si el universo es un río, yo soy parte de esa corriente, y ya no puedo hacer comentarios significativos acerca del río, mucho menos tratar de comunicarme con otra persona que también es parte del mismo río. Por lo tanto, aunque no lo comprendemos, no podemos evitar creer en la libertad del pensamiento del hombre. Es una presuposición innatamente necesaria.

 Sin embargo, cómo armonizar las enseñanzas de providencia y libertad humana es un misterio que escapa a la lógica de la mente humana. Hay dos perspectivas para ver los sucesos de la historia humana. Es como ver todo primero desde lejos, a través de un telescopio, y después ver todo de cerca, a través de un microscopio. 

Desde una perspectiva, Dios planifica todo y hace que todo suceda de acuerdo con Su plan. Esto es como ver todo desde lejos, a través de un telescopio. Es el cuadro grande. Dios vive más allá del tiempo y del espacio, así que, para él, la historia de la humanidad es como un momento en la eternidad.

 2 Pedro 3.8

Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.

 Desde otra perspectiva, el hombre ocupa su propia voluntad para tomar decisiones, y cada decisión cambia el rumbo de la historia. El hombre vive inserto en el tiempo y en el espacio, viviendo cada momento en forma sucesiva. Esto es como ver todo de cerca, a través de un microscopio, examinando los detalles. 

Si Dios no mostrara en la Biblia la perspectiva grande, la única perspectiva que observaría el hombre sería la pequeña. Esto disminuiría la grandeza de Dios, y tendríamos menos confianza en Él. Pero si Dios no mostrara también la perspectiva pequeña, el hombre posiblemente caería en un fatalismo pasivo. Dios nos ha revelado tanto el cuadro grande como el pequeño, para que le demos la gloria que le corresponde, y para que también actuemos responsablemente.

La oración es un ejercicio realmente misterioso en que se manifiesta el hecho de que creemos estas dos verdades que no aparentemente irreconciliables. En la oración, practicamos tanto la soberanía de Dios como la responsabilidad del hombre. Por un lado, la oración muestra que confiamos en Dios como soberano. Si no controlara todo, ¿cómo podríamos confiar en Él para contestar la oración? Por otro lado, la oración muestra que creemos que nuestra participación de alguna manera forma parte importante del desarrollo del plan de Dios. No oraríamos si no pensáramos que hace una diferencia.

 El hombre, con la mente limitada, no puede comprender exactamente cómo estas dos perspectivas se pueden armonizar. No obstante, en la mente infinita de Dios, sí se armonizan. 

 El hecho de que no somos capaces de comprender algo no significa que no sea la verdad. Aceptamos muchas cosas que no comprendemos. Por ejemplo, aceptamos tranquilamente la luz, sin entenderla, sabiendo solamente que tiene cualidades de partícula y también de onda. Aceptamos las emociones, sin saber cómo funcionan. Aceptamos el hecho de que el universo no tiene fin; no logramos imaginar lo infinito, pero sabemos que no podría ser de otra manera. 

 Cuando era niño, hacíamos un viaje de 30 kilómetros en el automóvil dos veces cada domingo para ir a la iglesia, una vez en la mañana y otra vez en la noche. Cuando volvíamos en la noche, me gustaba echar mi cabeza hacia atrás y mirar la multitud de estrellas brillantes por la ventana. Puedo recordar el momento en que mi di cuenta de que el universo no tenía techo. Estaba tratando de imaginar lo más lejos posible, preguntándome qué había allí. Primero, imaginé un muro grande, como un techo inmenso, pero inmediatamente me di cuenta de que no podía ser así. Pensé dentro de mí mismo, “Si hay un muro, tiene que haber algo al otro lado del muro, así que el muro no puede ser el fin”. ¡Casi explota mi cabeza con el pensamiento! Quedé reflexionando acerca de la grandeza del universo, convencido de que no tenía fin, pero incapaz de asimilar esa verdad.

 Creemos muchas doctrinas que no comprendemos. Creemos en la trinidad, sin captar cómo Dios puede ser un solo ser, pero tres personas, a la misma vez. Creemos que Jesús era tanto humano como divino, pero no podemos comprenderlo. Todos los milagros realmente escapan nuestro razonamiento.

En un sentido, hay dimensiones de la verdad que nos escapan aun en las cosas más simples. Como dice John Frame, “Aun acerca de „2 + 2 = 4‟, podemos decir que Dios conoce aspectos profundos de significado que no conocemos.” [3] Esto no significa que sea imposible conocer la verdad, o que no decimos la verdad cuando decimos que “2+2=4,” pero significa que no comprendemos completamente, en el mismo sentido que Dios comprende. Francis Schaeffer hizo una distinción útil entre conocer algo “verdaderamente” y conocer algo “exhaustivamente”. [4]   

 De la misma manera, sabemos que Dios controla todo lo que sucede, y sabemos que somos libres para tomar decisiones, pero no entendemos cómo se armonizan estas dos verdades. Por un lado, si Dios no controla todo, no sería Dios. Sabemos que la providencia es verdad, porque ¡no podemos creer que NO sea verdad! Por otro lado, si el hombre no pudiera tomar decisiones, ¡no sería hombre! De nuevo, no podemos comprender la libertad en un mundo gobernado por un Dios soberano, pero sabemos que somos libres. Nuestros pensamientos no significarían nada, si no fuéramos libres. ¡No podemos creer que NO sea verdad! 

 Isaías 55.8

 Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová.

            Romanos 11.33-36

 ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él son todas las cosas. ¡A él sea la gloria por los siglos! ¡Amen!

 Pensemos en un ejemplo: Si yo tengo un lápiz en la mano, yo puedo decidir si lo dejo caer al suelo o no. No quedo paralizado, pensando, «¿Habrá Dios predestinado que yo deje caer el lápiz?» Simplemente lo decido, y lo hago. Sin embargo, después de hacerlo

(si Dios no interviene de alguna manera extraordinaria, impidiéndolo), puedo reconocer el hecho de que Dios lo había planificado. Es así con todo; Dios planificó todo, pero de todas maneras tenemos que vivir cada experiencia en la sucesión de tiempo, tomando decisiones, relacionándonos con Dios momento por momento.

Alguien dijo que la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre son como dos rieles de un tren que se extienden hacia el cielo; parece que nunca se van a juntar las dos líneas, pero cuando llegan al cielo, donde Dios comprende todo, se unen.

C. La relatividad del tiempo

 Creo que el concepto del tiempo puede ayudarnos a aceptar el misterio de doble filo: providencia y libertad. Aceptarlo, no comprenderlo. ¿Alguna vez ha pensado en la relatividad del tiempo? Cuando usted ve una estrella caer, ¿cuándo se quemó? Desde su perspectiva, acaba de suceder, pero si la estrella estaba tres años luz de la tierra, desde la perspectiva desde allá, sucedió hace tres años. Desde la perspectiva de una estrella a tres años luz de distancia, lo que usted está haciendo en este momento, no ocurrirá por tres años. Quizás no le impresione, pero vamos más lejos todavía. Vamos millones de años luz de aquí. ¿Cuándo suceden los eventos allí? Todo depende de su punto de vista. 

 Esto se complica más todavía cuando aprendemos, gracias a Einstein, que el tiempo, la velocidad, y la masa son interdependientes. Si un astronauta viaja rápidamente, el tiempo se decelera. Las leyes de Newton, como “la distancia equivale la velocidad multiplicada por el tiempo”, son prácticas, pero no son exactas. 

Cuando nos enseñaron la teoría de la relatividad en una clase de física en la escuela secundaria, me inquietó mucho, porque empecé a pensar que todo era relativo. Pensé, si todo el universo se achicara por la mitad en el mismo instante, ¿nos daríamos cuenta? El próximo paso iba a ser abandonar la certeza del conocimiento. Pero había una sola cosa que me ayudó a escapar del suicidio intelectual: mi fe en Dios. Me di cuenta de que, si todo se achicara repentinamente, Dios sí lo sabría. Lo mismo se puede decir del tiempo. Dios está por encima y fuera del tiempo. 

Einstein dijo, “El pasado, el presente, y el futuro son ilusiones, aunque son bastante porfiadas”. [5] Los científicos están diciendo ahora que el tiempo es un paquete. Paul Davies, físico australiano, dice

“La conclusión más acertada es que tanto el pasado como el futuro son fijos. Por esta razón, los físicos prefieren hablar del tiempo como algo extendido en su totalidad – un mapa del tiempo, similar a un mapa de la geografía – con todos los eventos del pasado y del futuro ubicados juntos. Es una noción que a veces llaman un bloque de tiempo. Totalmente ausente de esta descripción de la naturaleza es cualquier idea que separe un momento privilegiado como el presente, o cualquier proceso que cambiara los eventos futuros en eventos del presente, y finalmente a eventos del pasado. En breve, los físicos no aceptan el fluir o el pasar del tiempo.” [6] 

¡Increíble! Esto tiene sentido, especialmente cuando incluimos a Dios. Él es el único que comprende el tiempo y el espacio, y Él puede ver cómo se armoniza todo, el pasado, el presente, y el futuro. Para el hombre, el tiempo es relativo, pero Dios es el punto de referencia para todo. Esto da nuevo significado al versículo citado arriba. 

 2 Pedro 3.8

Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.

 ¿Alguna vez ha visto una película de ciencia ficción en que se retrocede en el tiempo? Cuando la gente vuelve hacia atrás, pueden cambiar sus decisiones, pero de alguna manera los eventos se convierten en el mismo futuro. Tiene que resultar igual, porque si no, el contexto del comienzo de la película cambiaría, y ¡ellos podrían auto-destruirse! Por ejemplo, en “Regreso al futuro”, el joven protagonista (representado por Michael J. Fox) retrocede en el tiempo y observa a sus padres cuando se enamoraron. Si algo sucediera que evite que ellos se enamoren y se casen, ¡él no existiría! Esto apunta al hecho profundo que, tal como toda la naturaleza es interdependiente, así son los momentos de la historia. Todos los tiempos están interconectados, y solamente Dios ve el cuadro completo. 

 Al riesgo de ser malentendido, para Dios, mirar la historia debe ser algo como mirar una película que retrocede en el tiempo. Él ya sabe cómo termina.

Incluso, ¡Él hizo la película!  

 Cuando vivimos los momentos de esa historia, realmente ejercemos nuestra “libertad natural”, pero no podemos cambiar los eventos que sólo Dios gobierna.

No puedo expresarlo mejor que el proverbio sucinto:

Proverbios 16.9

El corazón del hombre piensa su camino; Mas Jehová endereza sus pasos.

Felizmente, no tenemos que entender todo esto para vivir nuestras vidas para la gloria de Dios. Solamente se nos exige confiar en Él, hacer lo que Él dice, y dejar las consecuencias en Sus manos.

 Deuteronomio 29.29

Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley.

LO ESCENCIAL
Dios gobierna todo lo que sucede

Para aplicación personal

a) Estudio bíblico

En su tiempo devocional esta semana, lea los capítulos 39-41 del libro de Job.

Job quería saber por qué sufría tanto. Estos capítulos son la respuesta de Dios, pero no exactamente el tipo de respuesta que esperaba Job. Analice usted cuál es el punto principal de estos capítulos, y anote sus ideas en el cuaderno. ¿Cuál es la respuesta de Dios? ¿Qué significa esto para usted?

 b) Oración

Ocupe las palabras de Job en capítulo 42, versículos1-6 como guía para su tiempo de oración. 

 c) Memorización de la Escritura

En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad.

Efesios 1.11

Para conversar:

  1. ¿Puede pensar en otros pasajes bíblicos que apoyan la doctrina de la providencia? 
  1. ¿Puede pensar en pasajes que apoyan la libertad y la responsabilidad del hombre?
  1. ¿Cómo le hace sentir el hecho de que Dios está gobernando todo lo que sucede?
  1. ¿Qué diferencias prácticas hace en su vida el hecho de saber que Dios es soberano?
  1. ¿En qué tipo de momento le ayuda más saber que Dios está en control?
  1. ¿Puede contar alguna experiencia en que le ayudó esta doctrina?

[1] Douglas J. Wilson, capítulo tres en Back to the Basics [Volvamos a los fundamentos], ed. David G. Hagopian. (Phillipsburg, N.T.: P&R Publishing, 1996), p. 20.

[2] Humberto Giannini, Esbozo para una historia de la filosofía (Santiago de Chile, 1981), p. 34. (Estas primeras ediciones fueron publicadas privadamente.) 8 Humberto Giannini, p. 25.

[3] John Frame, Doctrine of the Knowledge of God [Doctrina del conocimiento de Ddios], (Phillipsburg, N.J.:  P&R Publishing, 1987) p. 34.

[4] Francis A. Schaeffer, The God Who is There [El Dios que está allí] (Downers Grove: InterVarsity Press, 1998), p. 119.

[5] Citado en Paul Davies, “That Mysterious Flow” [Ese flujo misterioso], Scientific American, Septiembre, 2002, p. 41.

[6] Paul Davies, “That Mysterious Flow,” p. 42.

Lección 2. Hijos, no esclavos

(Pautas del crecimiento por gracia)

«Amar es la mitad de creer».

Victor Hugo

«El buen temor proviene de la fe,  el falso temor proviene de la duda».

Blaise Pascal, Pensamientos

Me siento como hubiera sido criado en el Antiguo Testamento. Cuando era niño, yo imaginaba a Dios detrás de las dos tablas de los diez mandamientos, observando si cometía algún pecado. Sabía que era salvo porque Jesús había muerto en la cruz para perdonar mis pecados, pero en mi vida diaria, ponía mucho énfasis en la ley, y miraba poco a Cristo. Ahora me he dado cuenta de que estaba viviendo como un judío del Antiguo Testamento. Ellos miraban hacia adelante al Mesías, pero la ley estaba en el primer plano de su vista. Cristo estaba en la sombra de las dos tablas, por decirlo así. Sin embargo, ahora, después de Cristo, podemos mirar hacia atrás, y ver que Cristo está en primer plano. No descartamos la ley como una guía para saber la voluntad de Dios, pero las dos tablas de la ley están detrás de la cruz. Ahora miramos la ley en la sombra de Jesucristo. 

Cuando viajo por la carretera en el automóvil, tengo que observar los letreros para llegar a mi destino. Sin embargo, si solamente quedo mirando los letreros, y quito la vista del camino, ¡voy a tener un accidente! Funciona así la ley; es un letrero bueno que nos guía hacia Jesús, pero ¡no debemos fijarnos tanto en la ley que no veamos a Cristo! A veces, tenemos la tendencia de preferir la ley, aunque parece una locura. ¿Por qué? Porque así sentimos que podemos hacer algo nosotros. En nuestra arrogancia, quitamos la vista del Señor y empezamos a confiar en nuestros esfuerzos. 

Me gusta arreglar las cosas de la casa y del automóvil, pero tengo un problema: cuando algo no resulta, simplemente trato de empujar más fuerte. Si el tornillo no entra bien, trato de forzarlo, y a veces salta lejos, ¡y aplasto la mano con el desatornillador!

Normalmente la fuerza bruta no da mejores resultados. Conviene guiar el tornillo con cuidado, y usar menos fuerza. 

El mejor jugador de fútbol sabe que no puede simplemente patear la pelota lo más fuerte posible. Tiene que guiarla en el sentido correcto. En el béisbol, el jugador no puede simplemente batear lo más fuerte posible. Es más importante conectar bien con el bate en el centro de la pelota.

La vida cristiana es algo así. En vez de simplemente ponerle más «músculo», debemos aprender cómo crecer correctamente por gracia. Es cierto que no hay respuestas fáciles, y que pasamos la vida entera aprendiendo más acerca de esto. No obstante, quisiera ofrecer cuatro pautas importantes.

A. Usar los medios de la gracia

Obviamente, debemos usar los medios que Dios nos ha dado: la Palabra, la oración, el compañerismo cristiano, y los sacramentos. Si no usamos estas herramientas, estamos perdiendo muchas bendiciones simplemente por no hacer uso de algo que ya tenemos.

Es como el chiste del hombre que subió al techo de su casa y empezó a orar cuando el agua de una aluvión subía sobre su propiedad. Pronto llegó un bote, pero él rechazó su ayuda. «¡Gracias!», dijo, «el Señor me va a salvar.» Después, llegó un helicóptero, y de nuevo, negó el rescate, porque estaba «confiando en Dios». Finalmente, se ahogó y fue al cielo. Se presentó al Señor, y preguntó un poco molesto, «¿Por qué no me salvaste?», a lo que el Señor contestó, «Pero te envié un bote y un helicóptero, ¡y no querías aceptar Mi ayuda!»

Este chiste ilustra un punto: A veces nos quejamos de que avanzamos muy lentamente en la santificación, cuando ni siquiera estamos aceptando la ayuda que el Señor nos ha dado. Si no estamos orando y estudiando la Palabra, si no estamos asistiendo la iglesia y las reuniones de compañerismo, si no hemos sido bautizados y no estamos participando en la santa cena, no debemos sorprendernos si no estamos creciendo.

Pero esto no es todo. Como vimos en el capítulo anterior, es posible usar estas herramientas, sin crecer, si nuestra actitud no es la correcta.

B. Practicar el arrepentimiento 

El primer paso hacia una actitud correcta es la honestidad, especialmente consigo mismo. Tenemos que dejar de engañarnos, de pensar que casi hemos logrado la santidad, de soñar que falta un poquito de trabajo para lograr una gran estatura espiritual. La verdad es que estamos muy lejos de la meta de ser semejantes a Cristo. Somos egocéntricos, envidiosos, miedosos, impuros, y arrogantes. 

Romanos 12.3

Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.  

La «gran mentira» de pensar que estamos bien se forma así: a) Cuando somos niños, no recibimos el amor incondicional, ni de nuestros padres, porque nadie es perfecto. 2) Empezamos a creer que debemos ser de cierta manera, o que debemos lograr ciertas cosas, para ser amados. 3) Construimos una imagen ideal de lo que queremos ser, para ser amados. 4) Empezamos a creer que somos así realmente, porque deseamos tanto ser amados, y no queremos sentir el dolor del rechazo. [1]

El problema es que así no enfrentamos nuestros verdaderos problemas, y por lo tanto, no los solucionamos tampoco. Dios desea la honestidad en lo más profundo del corazón. Esto se llama «integridad». Salmo 51.6 dice, «he aquí, tú amas la verdad en lo íntimo».

El Salmo 32 explica lo que sucede cuando no reconocemos nuestro pecado:

Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de verano. (vv. 3 y 4)

¡Es un peso insoportable! 

Por otro lado, cuando confesamos nuestro pecado, hay alivio y gozo:

Salmo 32.1-2, 5

Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño. …Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.   

Debemos practicar el arrepentimiento diariamente, porque pecamos diariamente, en nuestras actitudes, nuestros motivos, pensamientos, y acciones. Los peores pecados son interiores, como la arrogancia, la envidia, el resentimiento, y el egocentrismo.

El apóstol Pablo pensaba que él estaba bien, hasta entender el décimo mandamiento, que tiene que ver con una actitud, la codicia. En Romanos 7, explica el proceso de arrepentimiento. Se da cuenta de que hay algo en él que no puede controlar, una fuerza negativa que no puede dominar, y concluye que es el pecado. Termina clamando al Señor, pidiendo Su ayuda.

Romanos 7.19-25

Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.

Como enseñaba C. John Miller, cuánto más grande vemos nuestro pecado, más grande vemos a

Cristo. [2]

Menor ———————————–———— Mayor

reconocimiento del pecado

El arrepentimiento no significa hacer penitencia, ni hacer nada para ganar nuestro perdón. El perdón es gratis. El arrepentirse es simplemente reconocer nuestro pecado y pedir perdón. Es una media vuelta hacia Jesús. Es un cambio de actitud.

1 Juan 1.8-10

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.

Me conmueve la figura de Jesús lavando los pies de los discípulos en Juan 13. Normalmente, se refiere a este pasaje para hablar del servicio, y por supuesto es una de las aplicaciones más importantes. No obstante, creo que el punto central es el perdón. El lavamiento simboliza el mayor servicio que podemos ofrecer: perdonar a alguien que nos ha ofendido. Cuando Pedro rechazó este servicio, Jesús insistió. Pero cuando Pedro pidió que lavara el cuerpo entero, Jesús dijo que ya estaban limpios, pero no todos. Yo concluyo que estaba hablando de la limpieza del perdón. Judas no tenía ese perdón, porque no creía en Cristo. Pensando en este significado, me conmueve la actitud de Jesús: cuando Pedro no aceptaba Su servicio, Él insistió. Esto significa que Él realmente desea perdonarnos. En Su gran misericordia, ¡Le agrada perdonar! Cuando reconocemos lo profundo de nuestro pecado, también debemos reconocer la grandeza de Su gracia.

C. Mantener la vista en Cristo  

Para crecer espiritualmente, debemos fijar la vista en Cristo, quien nos ha dado fe y quien aumenta nuestra fe. Cuando quitamos la vista de Él, empezamos a cojear. Si miramos a otros, o si miramos a nosotros mismos, tropezamos.

Hebreos 12.1-2 

Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.

Es curioso cómo crecemos por gracia. Casi sucede sin que nos demos cuenta, porque dejamos de pensar tanto en nosotros y pensamos más en Cristo. El que lucha tanto para crecer, y está muy pendiente de su propio estado espiritual, tiene la vista muy puesta en sí mismo, y no crece. El resultado es todo lo contrario de lo que quiere. Pero el que se olvida de sí mismo y solamente trata de acercarse al Señor para conocerlo más y amarlo más, empieza a parecerse a Cristo, en forma natural. Es como un hijo que empieza a parecerse a su padre, sin esforzarse. Simplemente sigue el modelo paternal instintivamente. Debería ser así con los hijos de Dios. 

2 Corintios 3.18

Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.

Mantener la vista en el Señor significa depender totalmente de Él para nuestra santidad. Usamos los medios de gracia, pero confiando en Él para su eficacia. Jesús nos enseña en Juan 15 que sin Él no podemos hacer nada, pero si permanecemos en Él, daremos mucho fruto.

Juan 15.5

Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. 

Debemos vivir como un hombre «buzo», que tiene una manguera de oxígeno conectada en cada momento, y no como un «hombre rana» que usa estanques pequeños de oxígeno, y que vuelve de vez en cuando para buscar más. Nuestra dependencia del Señor es continuo. ¡Así podremos nadar en aguas más profundas también!

D. Vivir como hijos de Dios, no como esclavos

Otro aspecto importante de nuestra actitud es que debemos recordar que somos hijos, y no esclavos. 

Romanos 8.14,15

Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!

Un esclavo siente que es propiedad de su amo, y que no es amado, mientras un hijo siente que pertenece a una familia, y que lo aman. Un esclavo no se parece a su dueño, mientras un hijo sí se parece a su padre. Un esclavo no espera heredar nada, pero un hijo espera recibir todas las posesiones de su familia. Un esclavo no tiene el privilegio de acercarse y hablar con su amo en cualquier momento, mientras un hijo siempre cuenta con una buena recepción de su padre. Cuando un amo castiga a un esclavo, es simplemente para corregir su conducta, mientras cuando un padre disciplina a su hijo, lo hace porque lo ama, y porque está pensando en su bien.

Hebreos 12.6

Porque el Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo.

Como hijos de Dios, confiamos en que Él va a encaminar todo para nuestro bien. Como hijos, queremos obedecer por amor, no por temor. Tenemos gozo en nuestra relación con Dios, y no estamos simplemente tratando de cumplir nuestro deber con una actitud amargada y resentida. Como hijos, nuestra santificación viene «desde adentro hacia fuera», y no desde afuera hacia adentro. [3]

Agustín dijo, «Ama y haz lo que quieras». A primera vista, esto parece terriblemente equivocado.

No obstante, analizándolo bien, en un sentido tiene razón. Lo que falta explicar es que, siendo regenerados, hemos experimentado un cambio en nuestra voluntad, y ahora lo que realmente queremos es cumplir la voluntad de Dios. Por supuesto, en algunos momentos cuando nos atrae la tentación, tenemos el deseo momentáneo de pecar. Pero, en lo más profundo de nuestro corazón, está el deseo de complacer al Señor.

Romanos 7.22

Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios.

Me llama la atención la diferencia entre los dos grandes escritores rusos, León Tolstoi y Fiodor Dostoiewski. 5 Ninguno era exactamente un santo, pero trataban de vivir la vida cristiana. Tolstoi se esforzaba para cumplir las exigencias de la Biblia, pero se sentía muy culpable. Escribió en una carta, «Soy culpable y vil, digno de ser despreciado.» Se desanimaba tanto que tenía que esconder las armas y las sogas en su casa, para evitar la tentación de suicidarse. Huyó de su casa, vivió como vagabundo, y murió solo en una estación de tren.

Por otro lado, Dostoiewski aparentemente comprendió la gracia de Dios. Casi fue fusilado entre un grupo de radicales, pero en el último momento, dispararon al aire. Después de ese traumático incidente, sintió que había nacido de nuevo. Cuando lo mandaron a la prisión en Siberia, una señora le dio un Nuevo Testamento, y no tenía nada más que leer durante años.  En la prisión, escribió un credo:

«Creo que no hay nada más hermoso, más profundo, más compasivo, más razonable, más valeroso y más perfecto que Cristo. Y no sólo no hay más, sino que me digo a mí mismo con amor celoso que jamás podría

haberlo.»

En su lecho de muerte, llamó a su esposa y a sus hijos. Pidió que ella leyera la historia del hijo pródigo, y les dijo, 

«Hijos míos, nunca olviden lo que acaban de escuchar. Tengan fe absoluta en Dios, y nunca duden de su perdón. Yo los amo profundamente, pero mi amor no es nada comparado con el amor de Dios. Aunque cometan un crimen horrendo y solo sientan amargura, no se alejen de Dios. Son sus hijos; humíllense delante de él, como delante de su padre; supliquen su perdón, y él se regocijará en su arrepentimiento, como el padre se regocijó en el de su hijo pródigo.»  5

En pocos minutos, falleció.

Esto debe ser la pauta para entender nuestra relación con Dios: somos hijos pródigos que hemos vuelto a casa. Nos habíamos alejado de Dios, viviendo entre los «cerdos» en el barro, comiendo algarrobas. Pero nuestro Padre celestial nos estuvo esperando, y corrió a recibirnos con los brazos abiertos. Ahora estamos en casa, y debemos vivir como hijos.

LO ESENCIAL
             

5 Ver Philip Yancey, The Jesus I Never Knew, (Grand Rapids: Zondervan, 1995), en español, El Jesús que Nunca Conocí, y Ruth Bell Graham, Prodigals and Those Who Love Them (Colorado Springs, Colorado: Focus on the Family, 1991), pp.

119-126.

Somos hijos de Dios, y no esclavos.

Para aplicación personal

a) Estudio bíblico

En su tiempo devocional esta semana, lea Hebreos 12.1-2, y Juan 15.1-5, y anoten ideas acerca del crecimiento por gracia.

b) Oración

Ocupe el Salmo 32 para guiar su tiempo de oración.

c) Memorización de la Escritura

Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!

Romanos 8.14,15

Para conversar:

  1. ¿Está usando los medios de gracia en forma regular? ¿Cómo podría mejorar su uso de ellos?
  • ¿Cuáles son sus luchas interiores más difíciles con el pecado? ¿Cómo podría vencerlos mejor?
  • ¿Cómo puede mantener la vista más centrada en Cristo?
  • ¿Se identifica usted más con Tolstoi o más con Dostoiewski? ¿Por qué? (¿Se siente usted más como esclavo de Dios o como hijo de Dios?) ¿Cómo podría fomentar la relación de hijo?

[1] Ver David Seamonds, El Poder Liberador de la Gracia, para una buena explicación de este proceso.

[2] Esto lo escuché del Rvdo. Ronald Lutz en un taller de «Sonship», ministerio fundado por C. John Miller.

[3] Ver Larry Crabb, De Adentro Hacia Afuera (Miami: Unilit, 1992).

Lección 1. Desde el principio hasta el fin

Justificados y santificados por fe

«Verdaderamente, somos mendigos».

Martín Lutero. Nota encontrada en su bolsillo cuando murió

Una de las cosas más tristes que he hecho en mi vida fue llevar a un alumno del seminario al Hospital Psiquiátrico. Este joven había perdido contacto con la realidad. Su hermano le había dicho que ya no podía quedar en su casa, y él no tenía dónde pasar la noche, así que yo lo invité a mi apartamento. Despertó como a las tres de la mañana gritando y desorientado, convencido de que había recibido una comunicación directa del Señor. Aunque yo no lo había dicho, él captó que yo no estaba tan seguro de estas “revelaciones”, y se enojó conmigo. Durante los próximos días, discutía con todo el mundo, diciendo cómo debemos manejar el seminario, y cómo vivir nuestras vidas. Creía que él era el único que estaba cerca de Dios, siguiendo Su voluntad, y los demás estábamos espiritualmente pobres. Empezó a cruzar las calles de Santiago de Chile, sin mirar el tráfico, y subía los buses para predicar a los pasajeros. Lo pusimos bajo el cuidado de un psiquiatra cristiano, pero pronto llegó a ser peligroso, no solamente para sí mismo, sino también para los demás. Un día recibí una llamada histérica de nuestra secretaria, diciendo que él estaba amenazándola con una peineta, como si fuera un cuchillo. Llamé a la policía, y dijeron que no podían hacer nada hasta que realmente hiciera daño. Les dije, “¡Muchas gracias! ¡Llamaré de nuevo después de que haya matado a alguien!” Me recomendaron el Hospital Psiquiátrico. El hospital dijo que ellos no podían ir a buscarlo, y que tendríamos que llevarlo allá. Así que fui al seminario con un amigo, lo invitamos a dar un paseo con nosotros en mi camioneta, y lo llevamos al hospital, entrando por el portón principal. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, trató de escapar. Nunca olvidaré la escena cuando los guardias se tiraron encima de él, le pusieron una chaqueta de fuerza, y se lo llevaron, pateando y gritando. Yo sabía que teníamos que hacerlo, pero me sentía horrible y quería llorar. 

Lo diagnosticaron con esquizofrenia, y le dieron medicamentos. Tuvo que quedar internado bastante tiempo. Un día, el psiquiatra jefe me invitó a una entrevista acerca del alumno. Lo que me asombró fue esto: El doctor me comentó que ¡la mayoría de sus pacientes eran evangélicos! Me sorprendió el dato, y le pregunté por qué. Me contestó que era por el sentido de culpa. Dijo que no tenía nada en contra del cristianismo, pero que muchas iglesias hablan demasiado de la ley y de cosas muy negativas, sin hablar del amor de Dios, del perdón, y de cosas positivas. Mucha gente termina con un tremendo peso de culpa que trastorna su capacidad de relacionarse sanamente con el mundo. Me dio mucha tristeza porque debería ser precisamente nuestra relación con Cristo que nos libera de la culpa. Pienso que muchos evangélicos no han comprendido las implicaciones del hecho de que nuestra salvación es completamente por gracia mediante la fe. Fácilmente caen en un legalismo que impide el gozo que podemos tener en Cristo.

El autor David Seamonds 1 cuenta su experiencia cuando era misionero en la India. Un joven fue a pedirle un consejo, quejándose de un sentimiento de culpa, de ansiedad, de enojo, y de menosprecio de sí mismo. Cuando le hizo las preguntas típicas acerca de su lectura de la Biblia, su tiempo de oración, y su asistencia a la iglesia, supo que el joven le ganaba lejos en el uso de los medios de crecimiento; pasaba horas y horas leyendo la Biblia, orando, y participando en las actividades de la iglesia. Pero algo no funcionaba. En ese momento, Seamonds se dio cuenta de que el joven simplemente no estaba descansando en la gracia de Dios. Estaba tratando de lograr su propia santidad con esfuerzo humano. Seamonds concluyó que era posible hacer las cosas correctas, sin estar confiando realmente en el Señor, y esto cambió su ministerio completamente. Empezó a poner todo el énfasis en la gracia de Dios.

Martín Lutero también luchaba con un sentimiento de culpa, y trataba de lograr su propia santidad a través del sufrimiento. Dormía en el suelo, ayunaba, y se castigaba con látigos. Finalmente encontró la respuesta en  Romanos 1.17.

Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.

El grito de la reforma fue «la justificación por la fe», y los evangélicos han estado enfatizando esta doctrina desde entonces. No obstante, hay un segundo aspecto de este versículo que también debe entusiasmarnos. Creo que Lutero lo entendió, pero no se ha prestado mucha atención a esta doctrina hasta años recientes. Esta enseñanza importante es que la santificación también es por la fe.

¿Qué significa que la justicia de Dios se revela «por fe y para fe»? En realidad, esta traducción (Reina Valera 1960) es difícil de entender. En el griego, dice literalmente, ek pisteos eis pistin, es decir, desde la fe hacia la fe. La palabra ek es una preposición usada frecuentemente para indicar movimiento de adentro hacia afuera, por ejemplo cuando alguien sale de una casa. El segundo término, eis, se usa para indicar movimiento desde afuera hacia adentro, por ejemplo cuando alguien entra la casa. Es decir, la justicia sale de la fe y vuelve a la fe, o comienza en la fe y termina en la fe. Creo que la traducción de la Nueva Versión Internacional comunica la idea: «por fe desde el principio hasta el fin». La vida cristiana es como un puente; comenzamos por la fe en un lado, y terminamos por la fe en el otro lado. El terreno que sostiene todo es la gracia de Dios recibida por fe.

Este versículo es una introducción al resto de la carta a los romanos, que primero trata el tema de la justificación (capítulos 1-5) y después trata el tema de la santificación (capítulos 6-8). Lo que quiere decir Pablo es que nuestra justicia no viene de nosotros, sino de Dios, y esa justicia incluye tanto nuestra justificación como nuestra santificación. Algunos piensan que tienen que seguir su vida cristiana por esfuerzo propio, pero es de vital importancia entender que la santificación también es por fe.

A. La justificación por fe

La justificación tiene que ver con nuestra relación legal con Dios. Tiene dos aspectos: el perdón y la justicia positiva. Por la muerte de Cristo en la cruz, somos perdonados y somos considerados justos. Somos liberados de la culpa y recibimos la justicia de Cristo en nuestra cuenta, a nuestro favor. El resultado es que somos liberados del castigo que merecemos.  

Es como si tuviéramos un libro de vida, lleno de anotaciones negativas. El Señor no solamente borra los pecados, sino también nos da un libro completamente nuevo, que contiene la justicia y las buenas obras de Jesucristo. La justificación es un veredicto divino en que Dios nos declara justos.

Romanos 3.20-28

Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús. Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.

Recibimos la justificación por la fe, y no por las obras. Si tratáramos de justificarnos por obras, ya no sería por gracia. Además, tendríamos que ser absolutamente perfectos, porque Dios es totalmente santo, y debe castigar el pecado. Sería como tratar de saltar a la luna. No podemos llegar a la luna sin un cohete, y Cristo es nuestro «cohete».

Antes de su conversión, el famoso predicador Charles Spurgeon asistía desesperadamente a una y otra iglesia.  Esperaba escuchar el secreto de lo que él debía hacer para obtener paz con Dios. Un día cuando caía mucha nieve, no pudo llegar a la iglesia que quería asistir, y tuvo que ir a una pequeña capilla cercana. Entró silenciosamente y se sentó muy atrás. El pastor no había llegado debido al mal tiempo, y estaba predicando un humilde laico con poca preparación. El hombre sencillo no sabía desarrollar un sermón; simplemente describía a Jesús en la cruz: los clavos, Su dolor, y la sangre. Se fijó en el asistente desconocido, y le apuntó el dedo diciendo, «Joven, ¡mira a Cristo! » Desde ese momento los pensamientos de Spurgeon quedaron fijos en Cristo, imaginándolo en la cruz muriendo por él, y sintió la paz que tanto anhelaba. Se dio cuenta de que no tenía que hacer nada más; Cristo ya había hecho todo por él. Tal como dijo mi suegra cuando leímos Romanos 8, “¿Si Cristo murió por mí, ¿cuál es mi problema?” Esto es la justificación por fe. Sucede en un solo momento cuando una persona acepta a Jesús como Su Señor y Salvador personal, y no se pierde nunca.

B. La santificación por fe

La santificación tiene que ver con el proceso de nuestro crecimiento gradual, y con nuestra relación personal con el Señor. Tal como en un matrimonio, hay un aspecto legal y un aspecto personal, también en nuestra relación con Dios. En el matrimonio, dos personas hacen promesas públicas, y firman un libro en el registro civil, haciendo un pacto legal. Esto se hace en un momento, y son declarados casados. Este primer aspecto corresponde a la justificación. Pero también viven juntos, experimentando un proceso de crecimiento en su relación. Aprenden cómo piensa y cómo se siente la otra persona. Procuran agradar y hacer el bien el uno al otro. Este segundo aspecto es parecido a la santificación. 

Algunos no se percatan de que la santificación también es un aspecto de la salvación. No es algo que logremos por esfuerzo propio. Cristo nos salva de la culpa del pecado en la justificación, y nos salva del poder del pecado en la santificación.

Romanos 6.14

Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.

Romanos 6.1-2

¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? 

2 Corintios 5.17

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.

Es muy frecuente que alguien comienza su vida cristiana confiando plenamente en Cristo para su perdón, pero pronto cae en el error de tratar de santificarse por esfuerzo propio. He escuchado comentarios como, «Jesús me salva, pero yo tengo que esforzarme para vivir una vida santa». Otros dicen, «Debo ser santo para que Dios escuche mis oraciones y para que me utilice eficazmente en el ministerio». Aunque no debemos abusar de la gracia de Dios, esto es un engaño muy peligroso, porque pone todo el énfasis en lo que la persona puede lograr, y quita la vista del Señor. 

Esto es justamente lo que pasó a los Gálatas. Comenzaron bien, pero pronto llegaron los legalistas, diciendo que deberían ser circuncidados y seguir las costumbres judías. Pablo advierte que eso sería legalismo. Creo que estamos haciendo algo parecido cuando pretendemos ganar puntos con Dios o lograr nuestra propia santificación.

Gálatas 3.3

Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?

Piense en una rama suelta, tratando de producir fruto. ¡Simplemente no puede! Tiene que ser injertada a la vid primero. Es así de imposible que una persona se santifique por esfuerzo propio.

Juan 15.4-5

Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.

Volviendo a la ilustración del viaje a la luna, este error sería como subir a una nave espacial (la justificación; ya está salvo) para llegar a la luna (la culminación de la salvación: la vida eterna y la glorificación), y ¡tirarse al espacio en medio del viaje (el proceso de la santificación), pensando que se puede seguir solo!

Recuerdo a un joven que no quería ir a su trabajo, porque el bus iba muy rápido. Le pregunté si era peligroso, y me dijo que eso no era el problema, sino que era un pecado ir a exceso de velocidad. Le pregunté si había hablado con el chofer, y me dijo que sí, pero que no le importaba. Le expliqué que, si él había hablado con él y no había un cambio, no era su culpa. Pero no le pude convencer que volviera a tomar el bus, y decidió tomar un taxi. Días después, me llamó de nuevo, diciendo que no podía ir al trabajo porque sus colegas escuchaban música en la radio que «no era edificante». Le pregunté si había hablado con las personas que ponían esa música. Me dijo que sí, pero que seguían escuchándola. De nuevo, traté de convencerlo de que no era su culpa. Finalmente, dejó su trabajo y quedó encerrado en la casa. Su madre tenía que cuidarlo totalmente, aunque tenía más de treinta años. Cuando fui a conversar con él, me dijo que ya no salía, porque había «muchas tentaciones allá afuera». Es obvio que tiene algunos problemas psicológicos, pero también veo una confusión profunda acerca de la santificación. Estaba tratando de evitar la tentación y controlar su medioambiente de tal manera que no cometiera un pecado. ¿Cuál es el resultado? Termina pecando de todas maneras, y peor todavía, siendo totalmente irresponsable y dependiente. Posiblemente no escuche música mala, pero tampoco está siendo sensible, porque hace que su madre trabaje para él. No está cumpliendo con los mandamientos positivos acerca de lo que debe hacer. ¡Este no es el estilo de vida que el Señor desea para nosotros!

Lo escencial

Somos justificados y santificados por fe.

Para aplicación personal

a) Estudio bíblico

Recomiendo comprarse un cuaderno para usar en su tiempo a solas con Dios. Es una gran bendición anotar lo que el Señor le está enseñando en Su Palabra, y también escribir las peticiones y motivos de acción de gracias para su tiempo de oración.

En su tiempo devocional esta semana, lea Gálatas 3 y 4. Anote sus ideas acerca de la justificación y la santificación por gracia. 

b) Oración

Ocupe el Salmo 127.1-2 y el Salmo 23 como guía para su tiempo de oración.

c) Memorización de la Escritura

Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe desde el principio hasta el fin, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.

Romanos 1.17

Para conversar:
  1. ¿Ha olvidado Ud. a veces que la santificación también es por gracia por medio de la fe? ¿Cómo se ha manifestado esta tendencia? ¿Cuál ha sido el fruto?
  2. ¿Ha podido salir de esta trampa? ¿Cómo?
  3. ¿Qué consejo le daría al joven de la India? ¿Al joven que quedó en su casa para evitar las tentaciones?

Capítulo 1. La necesidad de la expiación

La consumación de la redención tiene que ver con lo que generalmente ha recibido el nombre de expiación. No se puede orientar ningún tratamiento adecuado de la expiación que no remonte su fuente al amor libre y soberano de Dios. Es esta perspectiva la que nos da el texto más conocido de la Biblia: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Aquí tenemos un punto fundamental de la revelación divina y, por tanto, del pensamiento humano. Más allá de esto no podemos ni osamos ir.

Sin embargo, el hecho de que sea un punto fundamental del pensamiento humano no excluye una adicional caracterización de este amor de Dios. La Escritura nos informa que la expiación fluye del amor de Dios y lo expresa; además, este amor posee rasgos distintivos. Nadie se gloría más en este amor de Dios que el apóstol Pablo. «Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8). «¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto a él, todas las cosas?» (Ro. 8:31, 32). Pero es el mismo apóstol quien delinea para nosotros el eterno consejo de Dios que proporciona el trasfondo de tales declaraciones y que nos define el ámbito dentro del que tienen significado y validez. Escribe él: «Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Y en otro lugar se vuelve quizá aún más explícito cuando dice: «Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de él. En amor nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen propósito de su voluntad» (Ef. 1:4, 5). El amor de Dios del que surge la expiación no es un amor indiscriminado; es un amor que escoge y predestina. Le agradó a Dios establecer su amor invencible y eterno sobre una incontable multitud y es el propósito determinado de este amor lo que logra la expiación.

Es necesario destacar este concepto del amor soberano. Realmente Dios es amor. El amor no es algo accidental; no es algo que Dios puede decidir ser o no ser. Él es amor, y ello de manera necesaria, inherente y eterna. Así como Dios es espíritu y luz, también es necesaria y eternamente amor. Sin embargo, es parte de la esencia del amor electivo reconocer que no es inherentemente necesario para aquel amor, que Dios lo establezca en términos de redención y adopción sobre objetos absolutamente indeseables y merecedores del infierno.

Fue de su buena voluntad, libre y soberana, una buena voluntad que emanó de las profundidades de su propia bondad, que Dios escogió a un pueblo para que fuese heredero suyo y coheredero juntamente con Cristo. La razón de ello reside enteramente en él mismo y procede de las decisiones que son peculiarmente suyas como el «Yo SOY EL QUE SOY». La expiación no gana ni obliga al amor de Dios. El amor de Dios obliga a la expiación a llevar a cabo el determinado propósito del amor.

Por lo tanto, se debe considerar tema resuelto que el amor de Dios es la causa o fuente de la expiación. Pero esto no responde a la pregunta acerca de la razón o de la necesidad. ¿Cuál es la razón de que el amor de Dios adoptase tal camino para llevar a cabo su fin y cumplir su propósito? Nos vemos obligados a preguntar: ¿por qué el sacrificio del Hijo de Dios, por qué la sangre del Señor de la gloria? Como pregunta Anselmo de Canterbury: «¿Por qué necesidad y por qué razón Dios –considerando que es omnipotente- asumió en sí mismo la humillación y debilidad de la naturaleza humana para poder restaurarla».2 ¿Por qué no llevó Dios a cabo el propósito de su amor para la 1a humanidad utilizando la palabra de su poder y el fíat de su voluntad? Si decimos que no podía, ¿no impugnamos acaso su poder? Si decimos que podía pero no quería, ¿no impugnamos acaso su sabiduría? Estas preguntas no son sutilezas escolásticas ni vanas curiosidades. Ev@.dirlas significa perder algo que es fundamental en la interpretación de la obra redentora de Cristo y perder de vista parte de su gloria esenciaL ¿Por qué Dios se hizo hombre? ¿Por qué, habiéndose hecho hombre, murió? ¿Por qué murió la muerte maldita de la cruz? Ésta es la cuestión de la necesidad de la expiación.

Entre las respuestas dadas a esta pregunta, dos perspectivas son las más importantes. La primera se conoce como la necesidad hipotética; la segunda podemos llamarla la necesidad absoluta consiguiente. La primera la sostuvieron hombres tan notables como Agustín y Tomás de Aquino.) La segunda puede ser considerada como la postura protestante más clásica.

La necesidad hipotética y la necesidad absoluta consiguiente

La perspectiva conocida como la necesidad hipotética sostiene que Dios pudo haber perdonado el pecado y salvado a sus escogidos sin recurrir a la expiación ni a la satisfacción -Dios tenía a su disposición otros medios, porque para él nada es imposible. Pero, Dios escogió en su gracia y sabiduría soberana el camino del sacrificio vicario del Hijo de Dios, porque ésta es la manera en la que se obtiene el mayor número de beneficios y en la que se exhibe la gracia de manera más maravillosa. Así que, aunque Dios pudo haber salvado sin expiación, sin embargo, en confontlidad a su decreto soberano, no lo hace así. Sin derramamiento de sangre no hay realmente remisión ni salvación. Pero nada hay inherente en la naturaleza de Dios ni en la naturaleza de la remisión del pecado que haga indispensable el derramamiento de sangre.

La otra perspectiva es la de la necesidad absoluta consiguiente. La palabra «consiguiente» en esta designación señala al hecho de que la voluntad o decreto de Dios de salvar a cualquiera es de gracia libre y soberana. Salvar a los perdidos no fue algo absolutamente necesario, sino que pertenece a la buena disposición soberana de Dios. Los términos «necesidad absoluta», sin embargo, indican que Dios -habiendo escogido a algunos para vida eterna debido simplemente a su buena disposición- se veía en la necesidad de llevar a cabo este propósito por medio del sacrificio de su propio Hijo, una necesidad que surge de las perfecciones de su propia naturaleza. En resumidas cuentas, aunque Dios no tenía la inherente obligación de salvar a nadie, sin embargo, debido a que la salvación había sido ya propuesta, era necesario concretarla por medio de una satisfacción que podía ser alcanzada sólo por medio del sacrificio sustitutivo y de la redención adquirida con sangre.

Podría parecer una vana especulación y una presunción tratar de averiguar e indagar de esta forma lo que es inherentemente necesario para Dios. Además, podría parecer que se desprende de un texto como el que dice que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Heb. 9:22), que el alcance de la revelación para nosotros es sencillamente que de [acto no tenemos perdón sin derramamiento de sangre, y que la Escritura no nos apoyaría si dijéramos qué cosa es de jure indispensable para Dios. 

Pero no es presuntuoso de nuestra parte afirmar que ciertas cosas son necesarias o imposibles para Dios. Es parte de nuestra fe en Dios reconocer que él no puede mentir y que no se puede negar a sí mismo. Estas divinas «imposibilidades» son su gloria, y negamos a enfrentar tales imposibilidades constituiría una negación de la gloria y perfección de Dios.

El meollo del asunto es realmente éste: ¿Nos provee la Escritura evidencias o factores a considerar sobre los cuales podamos concluir que ésta es una de las cosas imposibles o necesarias para Dios? ¿Será imposible para Dios salvar a pecadores sin un sacrificio vicario, y que por ello le sea inherentemente necesario que la salvación -decidida libre y soberanamente- se logre por el derramamiento de la sangre del Señor de la gloria? Las siguientes consideraciones escriturales parece que exigen una respuesta afirmativa. Al aducir estas consideraciones se ha de recordar que deben ser contempladas de manera coordinada y en su contexto total.

Los padecimientos del autor de la salvación

Existen ciertos pasajes que favorecen bastante esta inferencia. Por ejemplo, en Hebreos 2: 10, 17 se considera que fue divinamente apropiado que el Padre, al traer muchos hijos a la gloria, perfeccionase por medio de padecimientos al autor de la salvación de ellos, y que le convenía al mismo Salvador que en todo se asemejara a sus hermanos. La fuerza de apelación de estas expresiones difícilmente queda satisfecha por el concepto de que era simplemente ajustado a la sabiduría y al amor de Dios conseguir la salvación de esta manera.

Esto es cierto, naturalmente, y se mantiene en la perspectiva conocida como la necesidad hipotética. Pero parece que lo que se dice en este pasaje va más allá. El asunto parece ser más bien que las exigencias del propósito de la gracia eran tales, que los dictados de lo que es divinamente apropiado exigían que la salvación se lograse por medio de un autor de salvación que fuese hecho perfecto por medio de sufrimientos, y que esto involucraba que el autor de la salvación fuese hecho en todo como sus hermanos. En otras palabras, se nos lleva más allá del pensamiento de correspondencia con el carácter divino al pensamiento de los atributos divinos que hacían necesario que los muchos hijos fuesen llevados a la gloria de esta manera concreta. Si éste es el caso, entonces se nos conduce al pensamiento de que hay unas demandas divinas que son satisfechas por los padecimientos del autor de la salvación.

La eterna condenación de los perdidos

Hay pasajes, como Juan 3: 14-16, que en forma indiscutible sugieren que la alternativa al ofrecimiento del Hijo unigénito de Dios y su sacrificio sobre el madero de maldición, es la eterna condenación de los perdidos. El peligro eterno al que están expuestos los perdidos queda remediado por el ofrecimiento del Hijo. Pero difícilmente podemos ignorar el pensamiento adicional de que no existe otra alternativa.

La eficacia trascendente del sacrificio de Cristo

Pasajes como Hebreos 1:1-3; 2:9-18; 9:9-14, 22-28 enseñan de manera muy llana que la eficacia de la obra de Cristo depende de la singular constitución de la persona de Cristo. Este hecho no establece por sí mismo el asunto que se trata aquí. Pero las consideraciones contextuales revelan implicaciones adicionales. El énfasis en estos pasajes descansa en la finalidad, perfección y eficacia trascendente del sacrificio de Cristo. Esta finalidad, perfección y eficacia son necesarias debido a la gravedad del pecado, y si la salvación ha de ser concretada, el pecado debe ser removido eficazmente. Es esta consideración la que da tal fuerza a la necesidad, que se expresa en Hebreos 9:23, en el sentido de que en tanto que las figuras de las cosas celestiales debían ser purificadas con la sangre de toros y machos cabríos, las cosas celestiales mismas debían ser purificadas con la sangre de no otro que el Hijo. En otras palabras, existe una necesidad que sólo puede ser cumplida con la sangre de Jesús. Pero la sangre de Jesús es una sangre que tiene la eficacia y virtud necesarias sólo por cuanto aquel que es el Hijo, el resplandor de la gloria del Padre y la misma imagen de su sustancia, participó también de carne y sangre, y que por ello pudo mediante un sacrificio hacer perfectos a los santificados.

Desde luego, no es una inferencia injustificada llegar a la conclusión de que el pensamiento que aquí se presenta es que sólo una persona así, que ofreció un sacrificio como éste, pudo remover el pecado, y obrar tal purificación que asegurase que los muchos hijos fuesen traídos a la gloria, accediendo al lugar santísimo de la presencia divina. Y esto es sólo decir que el derramamiento de la sangre de Jesús era necesario para los fines contemplados y logrados.

Hay también otras consideraciones que se pueden derivar de estos pasajes, especialmente de Hebreos 9:9-14, 22-28. Son las consideraciones que surgen del hecho de que el mismo sacrificio de Cristo es el gran ejemplo del que se modelaron los sacrificios levíticos. A menudo pensamos en los sacrificios levíticos como los que proveen la pauta para el sacrificio de Cristo. No es equivocado pensar de esta forma -los sacrificios levíticos nos proveen de categorías para poder interpretar el sacrificio de Cristo, en particular las categorías de expiación, propiciación y reconciliación. Pero esta línea de pensamiento no es la que caracteriza a Hebreos 9. En este pasaje se habla específicamente que los sacrificios levíticos fueron modelados de acuerdo a realidades celestiales -eran «copias de las realidades celestiales» (Heb. 9:23).

Por ello, la necesidad de ofrendas de sangre de la economía levítica surgió del hecho de que la realidad según la que habían sido modeladas era una ofrenda de sangre, una ofrenda trascendente por medio de la cual se purificaron las cosas celestiales. La necesidad de derramamiento de sangre en la ordenanza levítica surgió sencillamente de la necesidad del derramamiento de sangre en la dimensión más elevada de lo celestial.

Ahora nuestra pregunta es: ¿Qué clase de necesidad es la que había en la dimensión celestial? ¿Era sencillamente hipotética o era absoluta? Las siguientes observaciones indicarán la respuesta.

1. El énfasis del contexto significa que debido a las exigencias que surgen del pecado, el sacrificio de Cristo requiere tener un eficacia trascendente. Y estas exigencias no son hipotéticas -son absolutas. La lógica de este énfasis en cuanto a la gravedad intrínseca del pecado y la necesidad de su remoción no concuerda con la idea de la necesidad hipotética -la realidad y gravedad del pecado hacen indispensable la expiación efectiva, y esto significa que es absolutamente necesaria.

2. La naturaleza precisa de la ofrenda sacerdotal de Cristo y la eficacia de su sacrificio van vinculadas a la constitución de su persona. Si hubo necesidad de tal sacrificio para quitar el pecado, nadie más que él podía ofrecerlo. Esto equivale a decir que fue necesario que una persona así, fuera la que ofreciese este sacrificio.

3. En este pasaje, el santuario celestial en relación con la sangre derramada de Cristo es llamado verdadero. El contraste que se ofrece no es uno entre lo verdadero y lo falso, o entre lo real y lo ficticio. Más bien, es un contraste entre lo celestial y 10 terrenal, lo eterno y lo temporal, lo completo y lo parcial, lo definitivo y lo provisional, lo permanente y lo pasajero. Cuando pensamos en el ofrecimiento del sacrificio de Cristo en relación a las cosas que responden a esta caracterización –celestiales, eternas, completas, finales, permanentes-, ¿no es acaso imposible pensar en este sacrificio como sólo hipotéticamente necesario en el cumplimiento del designio de Dios de llevar a muchos hijos a la gloria? Si el sacrificio de Cristo es sólo hipotéticamente necesario, entonces las cosas celestiales en relación con las que tuvo relevancia y sentido fueron también sólo hipotéticamente necesarias. Y ésta es, desde luego, una hipótesis difícil.

El resumen de esta cuestión es que se declara necesario (Heb. 9:23) el derramamiento de la sangre de Cristo para el perdón de pecados (vv. 14, 22, 26), y que se trata de una necesidad sin reservas ni mitigación.

La justicia de Cristo

La salvación que la elección de la gracia incluye en ambas perspectivas de la necesidad de la expiación, es una salvación del pecado y para la santidad y la comunión con Dios. Pero si queremos pensar en la salvación así concebida en términos que sean compatibles con la santidad y la justicia de Dios, esta salvación debe abarcar no simplemente el perdón de los pecados, sino también la justificación. Y debe ser una justificación que tenga en cuenta nuestra situación de condenados y culpables. Esta clase de justificación implica la necesidad de una justicia que sea adecuada a nuestra situación. 

Ciertamente, la gracia predomina, pero una gracia que predomina sin justicia no sólo no es real, es inconcebible. Ahora bien, ¿qué justicia es equivalente a la justificación de los pecadores? La única justicia concebible que puede satisfacer los requisitos de nuestra situación como pecadores y que puede cumplir las exigencias de una justificación plena e irrevocable, es la justicia de Cristo. Esto implica su obediencia, y por ello su encarnación, muerte y resurrección. En resumidas palabras, la necesidad de la expiación es inherente en la justificación y esencial para ella. Una salvación del pecado separada de la justificación es algo imposible, y la justificación de los pecadores sin la justicia divina del Redentor es impensable. Es difícil escapar de pertinente de las palabras de Pablo: «Si se hubiera promulgado una ley capaz de dar vida, entonces sí que la justicia se basaría en la ley» (Gá. 3:21). Lo que Pablo insiste es que si la justificación hubiese podido ser lograda por cualquier otro método que el de la fe en Cristo, entonces se hubiera hecho por aquel método.

La cruz de Cristo

La cruz de Cristo es la suprema demostración del amor de Dios (Ro. 5:8; 1 J n. 4: 10). El carácter supremo de la demostración reside en el enorme precio del sacrificio ofrecido. Es este alto precio el que tiene Pablo en mente cuando escribe: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que 10 entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Ro. 8:32). El alto precio del sacrificio nos asegura la grandeza del amor y garantiza el otorgamiento de todos los otros dones de la gracia. 

Con todo, hemos de preguntar: ¿sería la cruz de Cristo una exhibición suprema de amor si no hubiese necesidad de este alto precio? ¿Acaso no es cierto que la única inferencia sobre cuya base se nos puede presentar la cruz de Cristo, como la suprema exhibición del amor divino, es que las exigencias que cubrió demandaban nada menos que el sacrificio del Hijo de Dios? En base a esto podemos comprender el pronunciamiento de Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados» (1 Jn. 4:10). Sin esto, nos quedamos privados de los elementos necesarios para poder entender el significado del Calvario y la maravilla de su supremo amor para con nosotros los seres humanos.

La justicia vindicadora de Dios

Finalmente, tenemos el argumento en base a la justicia vindicadora de Dios. El pecado contradice a Dios, y él tiene que reaccionar contra ello con santa indignación. Esto significa que el pecado tiene que encontrarse con el juicio divino (cf. Dt. 27:26; Nah. 1:2; Hab. 1:13; Ro. 1:17; 3:21-26; Gá. 3:10,

La razón por la que es inconcebible la salvación del pecado sin expiación ni propiciación, se debe a la santidad inviolable de la ley de Dios, al dictado inmutable de su perfección y la inamovible exigencia de su justicia. Es este principio el que explica el sacrificio del Señor de la gloria, la agonía de Getsemaní y su abandono en el madero de maldición. Es este principio el que fortalece la gran verdad de que Dios es justo y el justificador de aquel que cree en Jesús. Porque en la obra de Cristo han quedado plenamente vindicados los dictados de la santidad y las exigencias de la justicia. Dios lo puso como propiciación para mostrar su justicia. Por estas razones, nos vemos obligados a concluir que la clase de necesidad que sustentan las consideraciones escriturales es aquella que se describe como absoluta o indispensable. Los proponentes de la necesidad hipotética no consideran suficientemente las exigencias que involucran salvar del pecado y ofrecer la vida eterna; no evalúan debidamente los aspectos de la obra de Cristo con respecto a Dios. Si tenemos en mente la gravedad del pecado y las exigencias que surgen de la santidad de Dios y que han de ser satisfechas en la salvación del pecado, entonces la doctrina de la necesidad indispensable nos permite entender el Calvario y destaca la incomprensible maravilla, tanto de éste mismo como del propósito soberano del amor que se logró mediante el Calvario. Cuanto más destacamos las inflexibles demandas de la justicia y de la santidad, tanto más maravilloso se muestra el amor de Dios y sus provisiones.

Capítulo 2. La naturaleza de la expiación

Al abordar el tema de la naturaleza de la expiación, sería bueno tratar de descubrir alguna categoría integral bajo la que se puedan subsumir los diversos aspectos de la enseñanza bíblica. Las categorías más especificas que la Escritura usa para exponer la obra expiatoria de Cristo son sacrificio, propiciación, reconciliación y redención. Pero es permisible preguntamos si no hay algún título más inclusivo bajo el que se puedan agrupar estas categorías más específicas. 

La Escritura considera la obra de Cristo como una obra de obediencia y emplea este término, o el concepto que éste señala, lo suficiente como para justificar la conclusión de que la obediencia es genérica y por ello lo suficientemente inclusiva como para ser considerada el principio unificador o integrador. Deberíamos apreciar con presteza la propiedad de esta conclusión, cuando recordamos que el pasaje del Antiguo Testamento que por sobre todos delinea la imagen de la expiación de Cristo es Isaías 53. Pero preguntamos: ¿en qué calidad se percibe a la persona sufriente de Isaías 53? En ninguna otra que la de siervo. Es con esta calidad que se le presenta: «Miren, mi siervo triunfará» Os. 52:13). Y es en esta calidad que cosecha el fruto justificador: «Por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos» Os. 53:11).

Nuestro mismo Señor despeja todas las dudas acerca de la validez de esta interpretación cuando nos define el propósito de su venida al mundo en términos que comunican precisamente esta connotación: «Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la del que me envió» (Jn. 6:38). E incluso con referencia a su muerte, acontecimiento culminante y central en el cumplimiento de la redención, él dice: «Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Éste es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Jn.1O:17, 18). Y nada podría ser, a este efecto, más explícito que las palabras del apóstol: «Porque así como por la desobediencia de uno solo muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos» (Ro. 5:19). «Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, iY muerte de cruz!» (Fil. 2:7, 8; cf. también Gá. 4:4). Y la epístola a los Hebreos tiene también su peculiar giro de expresión cuando dice que el Hijo «mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5:8,9; cf. 2:10).

Obediencia activa y pasiva

Esta obediencia ha sido frecuentemente designada como la obediencia activa y pasiva. Esta fórmula, cuando se interpreta de manera apropiada, sirve al buen propósito de establecer los dos aspectos distintos de la obra de obediencia de Cristo. Pero es necesario desde un inicio purgar la fórmula de algunos malentendidos y malas aplicaciones a las que es sometida.

El término «obediencia pasiva» no significa que Cristo fue pasivo en todo lo que hizo, la víctima involuntaria de una obediencia que le fue impuesta. Es evidente que cualquier concepto de esta clase contradiría el concepto mismo de obediencia. Y se debe declarar con firmeza que incluso en sus sufrimientos y muerte nuestro Señor no fue el receptor pasivo de aquello a lo que fue sujetado. Se mantuvo decisivamente activo en sus sufrimientos y la muerte misma no le sobrevino como sobreviene a los demás seres humanos. Sus propias palabras fueron: «Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad» (Jn. 10:18). Fue obediente hasta la muerte, como nos dice Pablo. Y esto no significa que su obediencia se extendió hasta el umbral de la muerte, sino más bien que fue obediente hasta el punto de entregar su espíritu y su vida a la muerte. En el ejercicio de su volición consciente y soberana, sabiendo que todas las cosas se habían cumplido y que el momento de cumplirse este acontecimiento había llegado, separó su cuerpo de su espíritu, y entregó éste al Padre. Entregó su espíritu y su vida. Entonces, la palabra «pasiva» no debe interpretarse como que significa una simple pasividad en todo lo que tenía que ver con su obediencia. Los padecimientos que soportó, padecimientos que alcanzaron su punto culminante en su muerte en el madero maldito, constituyeron una parte integral de su obediencia y los sufrió en cumplimiento de la obra que le había sido encomendada.

Tampoco debemos suponer que podemos asignar algunos aspectos o acciones de la vida de nuestro Señor en la tierra a la obediencia activa, y otros a la obediencia pasiva. La diferencia entre la obediencia activa y pasiva no es una diferencia de etapas. Toda la obra de obediencia del Señor, en todas sus fases y etapas, es la que se describe como activa y pasiva. Debemos evitar el error de pensar que la obediencia activa tiene que ver con la obediencia de su vida, y la pasiva con la obediencia de su padecimiento final y muerte. El verdadero uso y propósito de la fórmula consiste en enfatizar los dos aspectos diferentes de la obediencia vicaria de nuestro Señor. La verdad que se expresa está basada en el reconocimiento de que la ley de Dios tiene a la vez sanciones penales y demandas positivas. Exige no sólo el pleno cumplimiento de sus preceptos, sino también la imposición de la pena debido a todas las infracciones e incumplimientos. Es esta doble exigencia de la ley de Dios, la que se tiene en cuenta cuando se habla de la obediencia activa y pasiva de Cristo. Cristo como vicario de su pueblo quedó bajo la maldición y condena debido al pecado, y también cumplió la ley de Dios en todas sus demandas positivas. En otras palabras, afrontó la culpa del pecado y cumplió a la perfección las demandas de la justicia. Cumplió a la perfección las demandas penales y preceptivas de la ley de Dios. La obediencia pasiva se refiere a lo primero, y la obediencia activa a lo último. La obediencia de Cristo fue vicaria porque cargó todo el juicio de Dios sobre el pecado, y fue vicaria porque enfrentó todas las demandas de la justicia. Su obediencia viene a ser la base del perdón del pecado y de la justificación presente.

No debemos contemplar esta obediencia en ningún sentido artificial ni mecánico. Al hablar de la obediencia de Cristo debemos pensar que consiste en un simple cumplimiento formal de los mandamientos de Dios. Lo que la obediencia de Cristo involucró para él se expresa quizá de la forma más notable en Hebreos 2:10-18; 5:8-10, donde se nos dice que]esús «mediante el sufrimiento aprendió a obedecer», que fue perfeccionado mediante el sufrimiento, y que «consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen».

Cuando examinamos estos pasajes, se hacen evidentes las siguientes lecciones: 1) No fue por medio de una simple encarnación que Cristo obró nuestra salvación y aseguró nuestra redención. 2) No fue por una simple muerte que se logró la salvación. 3) No fue sencillamente por la muerte en la cruz que Jesús se convirtió en el autor de la salvación. 4) La muerte en la cruz, como exigencia culminante del precio de la redención, fue llevada a cabo como el supremo acto de obediencia; no fue una muerte infligida sin remedio, sino muerte sobre la cruz, obrada voluntariamente y en obediencia.

Cuando hablamos de obediencia estamos pensando no sólo en actos formales de realización, sino también en la disposición, voluntad, determinación y volición que subyacen en ellos y se registran en estos actos formales. Y cuando hablamos de la muerte de nuestro Señor en la cruz como el acto supremo de su obediencia, pensamos no simplemente en la acción manifiesta de morir en el madero, sino también en la disposición, voluntad y volición determinada que subyacía en aquel hecho manifiesto. Y además nos vemos precisados a hacer esta pregunta: ¿de dónde derivó nuestro Señor la disposición y santa determinación para entregar su vida a la muerte como el acto supremo de sacrificio de sí mismo y obediencia? Nos vemos obligados a hacer esta pregunta porque fue en la naturaleza humana que él dio esta obediencia y entregó su vida a la muerte. y estos textos en la Epístola a los Hebreos confirman no sólo la idoneidad sino también la necesidad de esta pregunta. Porque en estos textos se nos informa de manera clara que él aprendió a obedecer, y que lo hizo mediante lo que padeció. Fue un requisito haber sido perfeccionado mediante el sufrimiento y que llegase a ser autor de la salvación por medio de este perfeccionamiento. No se trataba, naturalmente, de un perfeccionamiento que exigía santificarse del pecado y buscar la santidad. Él fue siempre santo, inocente, sin mancha y distinto a los pecadores. Pero existía un perfeccionamiento en el desarrollo y crecimiento del curso y camino de su obediencia –él aprendió a obedecer. El corazón, la mente y la voluntad de nuestro Señor fueron amoldados -¿o diremos forjados?- en el horno de la tentación y el sufrimiento. Y fue en virtud de lo que había aprendido en esta experiencia de tentación y sufrimiento que pudo, en el punto culminante fijado por las disposiciones de la infalible sabiduría y eterno amor, ser obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Fue sólo después de haber aprendido a obedecer en el camino del cumplimiento de la voluntad del Padre -libre de error y de pecado— que su corazón, mente y voluntad fueron circunscritos hasta el punto de poder poner su vida a disposición de la muerte, libre y voluntariamente, sobre el madero maldito.

Fue por medio de este camino de obediencia y de aprendizaje que fue perfeccionado como Salvador, es decir, fue plenamente equipado para ser constituido un perfecto Salvador. Fue este equipamiento -forjado a través de todas las experiencias de pruebas, tentaciones y padecimientos- el que proveyó los recursos necesarios para el requisito culminante de su comisión. Fue esta obediencia, llevada a su total consumación en la cruz, la que lo constituyó como un Salvador todosuficiente y perfecto. Y esto significa sencillamente que fue la obediencia aprendida y dada a lo largo de todo el curso de su humillación la que lo hizo perfecto como fuente de la salvación.

Lo que define su obra y sus logros como autor de la salvación es la obediencia aprendida por medio del sufrimiento, perfeccionada por medio de padecimientos y consumada en el sufrimiento de muerte en la cruz. Él consiguió nuestra salvación mediante su obediencia, porque fue por obediencia que pudo realizar la obra que logró.

Por consiguiente, la obediencia no es algo que podemos imaginar de manera artificial o abstracta. Es una obediencia que aprovechó todos los recursos de su perfecta humanidad, obediencia que radicaba en su persona, una obediencia de la que él siempre será una perfecta personificación. Es una obediencia que halla su eficacia y virtud permanentes en él. Y nosotros nos beneficiamos de la misma debido a nuestra unión con éL Es justamente esto lo que sirve para anunciar la importancia de la verdad central en toda la soteriología, esto es, la unión y comunión con Cristo.

Si bien es cierto que el concepto de obediencia nos suple de una categoría inclusiva en términos de la cual se puede contemplar la obra expiatoria de Cristo, y que establece desde un inicio la mediación activa de Cristo en el cumplimiento de la redención, debemos pasar ahora a analizar aquellas categorías específicas por medio de las cuales la Escritura establece la naturaleza de la expiación.

Sacrificio

Se ve a primera vista que el Nuevo Testamento presenta la obra de Cristo como un sacrificio.2 Y la única pregunta que se suscita es: ¿Qué concepto de sacrificio rige es el uso constante del término el cuando se lo usa para referirse a la obra de Cristo? La única forma de responder a esta pregunta es determinando cuál era el concepto de sacrificio que tenían los oradores y escritores del Nuevo Testamento. Imbuidos Como lo estaban del lenguaje y las ideas del Antiguo Testamento, sólo hay una dirección en la que buscar su interpretación del significado y efecto del sacrificio. ¿En qué consiste la idea de sacrificio en el Antiguo Testamento? Se ha generado bastante debate en tomo a esta cuestión. Pero podemos afirmar con toda confianza que los sacrificios del Antiguo Testamento eran básicamente expiatorios. Esto significa que tenían que ver con el pecado y Con la culpa. El pecado involucra cierto grado de responsabilidad, una responsabilidad que brota, por una parte, de la santidad de Dios, y por otra, de la gravedad del pecado como contradicción de esta santidad. El sacrificio era la provisión divinamente instituida mediante la cual el pecado podía ser cubierto y quitada la susceptibilidad a la ira y maldición divinas.

En el Antiguo Testamento, cuando la persona devota llevaba su oblación al altar, sustituía una víctima animal en su lugar. Al imponer las manos sobre la cabeza de la ofrenda, se transfería simbólicamente a la ofrenda el pecado y la responsabilidad del oferente. Éste era el elem(:nto central de la transacción. El concepto consistía básicamente en que el pec:ado del oferente era imputado a la ofrenda, y que la ofrenda asumía, como resultado, la pena de muerte. Soportaba como sustituto la pena o responsabilidad debida al pecado. 

Evidentemente, había una gran desproporción entre el oferente y la ofrenda y una correspondiente desproporción entre la responsabilidad del oferente y la pena ejecutada sobre la ofrenda. Estas ofrendas ~ran sólo sombras e imágenes. Sin embargo, es evidente el concepto de expiaciót:l, y es este significado expiatorio el que establece el trasfondo para la interpretación del sacrificio de Cristo. La obra de Cristo es expiatoria, y la es con ut:la virtud, eficacia y perfección trascendentes, que no se podía aplicar a toros o machos cabríos; sin embargo, es expiatoria en términos del modelo que ofreC:e el rito sacrificial del Antiguo Testamento. El significado de esto es que a él, que es el gran sacrificio ofrecido sin mancha a Dios, le fueron transferidos los pecados y culpas de aquellos en cuyo favor se ofreció a sí mismo en sacrificio. A caUSa de la imputación sufrió y murió el justo por los injustos para llevamos a Dios. Por medio de un sacrificio él ha perfeccionado para siempre a los que son santificados.

Si bien los escritores del Nuevo Testamento no perciben un cumplimiento literal de todas las prescripciones de la ley levítica en el sacrificio que Cristo hizo de sí mismo,3 en cuanto a las ofrendas de animales se refieren, sin embargo, es evidente que tienen en mente ciertas transacciones específicas del ritual mosaico. Por ejemplo, en Hebreos 9:6-15 se mencionan de manera específica las transacciones del gran día de la expiación, y es evidentemente con estas transacciones en mente y sobre la base del sentido simbólico y típico de este ritual, que el escritor expone la eficacia y perfección del sacrificio de Cristo, y lo definitivo del mismo. «Cristo, por el contrario, al presentarse como sumo sacerdote de los bienes definitivos en el tabernáculo más excelente y perfecto, no hecho por manos humanas (es decir, que no es de esta creación), entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno» (vv. 11, 12; cf. vv. 23, 24).

Asimismo, en Hebreos 13:10-13 no podemos dejar de ver que el escritor exhibe la obra de Cristo y su sacrificio bajo la forma de aquellos sacrificios por el pecado -sacrificio por el pecado del sacerdote y sacrificio por el pecado de toda la congregación- cuya sangre era introducida en el santuario, y la carne, piel y piernas eran quemadas fuera del campamento. Por cuanto ninguna parte de la carne de estos sacrificios por el pecado podía ser consumida por los sacerdotes, el escritor lo aplica a Cristo, no, desde luego, con el cumplimiento literal de todos los detalles, pero con el aprecio de su significado parabólico y típico. «Por eso también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, sufrió fuera de la puerta de la ciudad. Por lo tanto, salgamos a su encuentro fuera del campamento, llevando la deshonra que él llevó» (vv. 12, 13).

Jesús, por tanto, se ofreció a sí mismo en sacrificio, y ello de una manera muy particular bajo la forma o modelo que el sacrificio por el pecado ofreció en la economía levítica. Al ofrecerse de esta manera, expió la culpa y purificó el pecado para que podamos acercamos a Dios con la plena seguridad que da la fe y podamos entrar en el Lugar Santísimo mediante la sangre de Jesús, interiormente purificados de una conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura. En relación con esto, debemos tener también presente lo que ya hemos considerado: que los sacrificios levíticos siguieron un modelo celestial, según lo que la epístola a los Hebreos llama «las realidades celestiales». Las sangrientas ofrendas del ritual mosaico eran copias de la ofrenda superior de Cristo mismo, por medio de la que fueron purificadas las realidades celestiales (Heb. 9:23).

Esto sirve para confinuar la tesis de que lo que era constitutivo en los sacrificios levíticos tiene que haber sido también constitutivo en el sacrificio de Cristo. Si los sacrificios levíticos eran expiatorios, cuánto más debió ser expiatorio el sacrificio arquetípico y expiatorio recordemos, no en la dimensión de lo temporal, provisional, preparatorio y parcial, sino de lo eterno, de lo penuanentemente real, de lo definitivo y completo. El sacrificio arquetípico fue, por ello, eficaz de una manera en que aquello que era su copia no podía serlo. Es este pensamiento el que se hace evidente cuando leemos: «¡cuánto más la sangre de Cristo, quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificara nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte, a fin de que sirvamos al Dios viviente!» (Heb. 9:14). Debemos interpretar el sacrificio de Cristo en ténuinos de los modelos levíticos porque ellos mismos habían sido modelados según el sacrificio de Cristo. Pero dado que los sacrificios levíticos eran sólo modelos, debemos también reconocer las limitaciones que poseían en contraste con el carácter perfecto del propio sacrificio de Cristo. Y debido a que estas limitaciones eran inherentes en las ofrendas levíticas, no encontramos y no podríamos esperar encontrar en el sacrificio de Cristo un cumplimiento literal de los detalles de los sacrificios levíticos. La desproporción entre el oferente y la ofrenda y entre la culpa del oferente y el derramamiento de sangre de la ofrenda bajo el ritual del Antiguo Testamento, fue lo que hizo necesaria la eliminación de tal desproporción en el caso del sacrificio de Cristo. La ausencia de esta desproporción en el sacrificio del Hijo de Dios se correlaciona, con la ausencia en su caso de todos los detalles de las prescripciones levíticas, que hubieran sido incompatibles con el carácter trascendente y singular de su propia entrega.

Sin embargo, que la obra de Cristo fuera ofrecerse en sacrificio por el pecado, implica una verdad complementaria que se pasa demasiadas veces por alto. Es que, si Cristo se ofreció en sacrificio, significa que también fue un sacerdote.4 Y fue un sacerdote que se ofreció a sí mismo. No fue ofrecido por otro; él mismo se ofreció. Esto es algo que no podía ser demostrado en el ritual del Antiguo Testamento. El sacerdote no se ofrecía a sí mismo, y tampoco podía la víctima ofrecerse a sí misma. Pero en Cristo tenemos esta particular combinación que sirve para exhibir la singularidad de su sacrificio, el carácter trascendente de su oficio sacerdotal y la perfección inherente en su sacrificio sacerdotal. Es en virtud de su oficio sacerdotal y en cumplimiento de su función sacerdotal que hace expiación por el pecado. Ciertamente fue el cordero inmolado, pero fue también el sacerdote que se ofreció a sí mismo como el cordero de Dios para quitar el pecado del mundo. Es esta sorprendente coyuntura la que revela en Cristo la unión de su oficio sacerdotal y su ofrenda expiatoria. Todo ello queda implicado en la sencilla expresión que tan a menudo citamos pero que pocas veces apreciamos: «Se ofreció sin mancha a Dios». Y se puede verificar de la manera más plena lo que ya hemos visto con anterioridad: que en el acontecimiento culminante que registró y llevó a consumación su acto sacrificador, él estuvo intensamente activo, y activo, recuérdese, en ofrecer a Dios el sacrificio que expió toda la carga de condenación divina contra una multitud que nadie puede contar de toda nación, raza, pueblo y lengua.

Además, y por último, es el reconocimiento de la función sacerdotal de Cristo que vincula el sacrificio ofrecido una vez con la permanente función sacerdotal del Redentor. Él es sacerdote par<l siempre según el orden de Melquisedec. Él es sacerdote ahora, no para ofrecer sacrificio, sino como la manifestación permanente y personal de toda la eficacia y virtud que resultó del sacrificio ofrecido una vez por todas. Y es como tal que sigue intercediendo por su pueblo. Su intercesión continua y perenne está ligada al sacrificio ofrecido una vez. Pero está así ligada porque es en su condición como el gran sumo sacerdote de nuestra profesión que él perfeccionó lo uno y continúa lo otro.

Propiciación

El término griego traducido al castellano como «propiciación» (RV60), aparece muy poco en el Nuevo Testamento. Esto puede parecer sorprendente cuando consideramos que aparece con tal frecuencia en la versión griega del Antiguo Testamento, la palabra tan frecuentemente traducida por nuestro término castellano «expiación». Podríamos pensar que una palabra tan común en el Antiguo Testamento griego en relación con el ritual de la expiación habría sido empleada abundantemente por los escritores del Nuevo Testamento. Pero no es así.

Sin embargo, este hecho no quiere decir que la obra expiatoria de Cristo no tenga que ser interpretada en términos de propiciación.5 Hay pasajes en los que se aplica de manera expresa el lenguaje de la propiciación a la obra de Cristo (Ro. 3:25; 1 Jn. 2:2; 4:10, RV60). y esto significa, sin ninguna duda, que la obra de Cristo debe ser considerada como propiciación. Pero hay también otra consideración. La frecuencia con la que el concepto aparece en el Antiguo Testamento en relación con el rito sacrificial, el hecho de que el Nuevo Testamento aplica a la obra de Cristo el mismo término que denotaba este concepto en el Antiguo Testamento griego, y el hecho de que el Nuevo Testamento contempla el rito levítico como proveyendo la pauta para el sacrificio de Cristo, lleva todo ello a la conclusión de que ésta es una categoría en términos de la cual no sólo se interpreta apropiadamente el sacrificio de Cristo, sino en términos de la cual debe ser necesariamente interpretada. En otras palabras, la idea de la propiciación está tan entretejida en la estructura del ritual del Antiguo Testamento que sería imposible considerar este ritual como pauta del sacrificio de Cristo si la propiciación no ocupase un lugar similar en el gran sacrificio ofrecido una vez por todas. Ésta es otra manera de decir que el sacrificio y la propiciación están en la más estrecha relación. La aplicación axpresa del término «propiciación» a la obra de Cristo por parte de los escritores del Nuevo Testamento es la confirmación de esta conclusión.

Pero, ¿qué significa propiciación? En el hebreo del Antiguo Testamento se expresa mediante una palabra que significa «cubrir». En relación con este cubrimiento hay, en particular, tres cosas que observar: El cubrimiento tiene lugar en referencia con el pecado; el efecto de este cubrimiento es la purificación y el perdón; tanto el cubrimiento como sus efectos se llevan a cabo en la presencia del Señor (cf. especialmente Lv. 4:35; 10: 1 7; 16:30). Esto significa que el pecado crea una situación en relación con el Señor, una situación que hace necesario el cubrimiento. Debemos apreciar plenamente esta referencia en relación a Dios acerca del pecado y del cubrimiento. Se puede decir que se cubre el pecado, o quizá la persona que ha pecado, de la mirada del Señor. En el pensamiento del Antiguo Testamento sólo podemos dar una interpretación a esta provisión del rito sacrificial. Es que el pecado suscita la ira de Dios. La venganza es la reacción de la santidad de Dios frente al pecado, y el acto de cubrir el pecado hace que la ira de Dios sea removida.

Es evidente que somos llevados al umbral de aquello que queda claramente denotado por la traducción griega tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, esto es, el de la propiciación. Propiciar significa «aplacar», «pacificar», «apaciguar», «conciliar». Y ésta es la idea que se aplica a la expiación obrada por Cristo.

La propiciación presupone la ira y el desagrado de Dios, y el propósito de la propiciación es quitar este desagrado. Enunciada de forma muy sencilla, la doctrina de la propiciación significa que Cristo propició la ira de Dios e hizo a Dios propicio para con su pueblo. Quizá no existe ningún principio acerca de la expiación que haya recibido más violentas críticas que éste.6 Se le acusa de tener un concepto mitológico de Dios, de presuponer que existe un conflicto interno en la mente de Dios y entre las personas de la Deidad.

Se ha aducido que esta doctrina presenta al Hijo como persuadiendo al indignado Padre a tener clemencia y amor, suposición totalmente inconsistente con el hecho de que el amor de Dios es la misma fuente de la que brota la expiación.

Cuando se presenta la doctrina de la propiciación bajo este ángulo, es posible criticarla de manera muy efectiva y denunciarla como una sediciosa caricatura del evangelio cristiano. Pero la doctrina de la propiciación no tiene que ver con esta caricatura, con la que ha sido mal concebida y falsamente presentada. Esta clase de crítica no ha comprendido o apreciado algunas distinciones básicas e importantes, por no decir otra cosa.

En primer lugar, amar y ser propicio no son términos equivalentes. Es falso presuponer que la doctrina de la propiciación considera a ésta como aquello que es causa o que constriñe al amor divino. Es incoherente pretender pensar que la propiciación de la ira divina perjudica o es incompatible con el pleno reconocimiento de que la expiación es la provisión del amor divino.

En segundo lugar, la propiciación no transforma la ira de Dios en amor. La propiciación de la ira divina, efectuada en la obra expiatoria de Cristo, es la provisión del amor eterno e inmutable de Dios, de manera que por medio de la propiciación de su propia ira aquel amor puede alcanzar su propósito de una manera que concuerda con su santidad y con la gloria de los dictados de la misma. Una cosa totalmente falsa es decir que el iracundo Dios se transforma en un Dios amante. Otra cosa muy distinta y profundamente verdadera es decir que el iracundo Dios es un Dios amante. Pero también es cierto que la ira de Dios es propiciada por medio de la cruz. Esta propiciación es el fruto del amor divino que la proveyó. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados» (1 Jn. 4:10).

La propiciación es la base sobre la que opera el divino amor y el canal por mediodel que fluye para lograr su propósito. En tercer lugar, la propiciación no le quita mérito al amor y a la misericordia de Dios; más bien destaca lo maravilloso de su amor, porque muestra el precio que implica el amor redentor. Dios es amor. Pero el supremo objeto de este amor es él mismo. Y por cuanto se ama a sí mismo supremamente no puede tolerar que lo que pertenece a la integridad de su carácter y gloria sea puesto en peligro o reducido. Ésta es la razón de la propiciación. Dios aplaca su propia santa ira en la cruz de Cristo con el fin de que el propósito de su amor para con los perdidos pueda ser cumplido en conformidad con (y para vindicación de) todas las perfecciones que constituyen su gloria. «Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre … De este modo Dios es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús» (Ro. 3:25, 26).

La antipatía contra la doctrina de la propiciación como propiciadora de la ira divina se apoya, sin embargo, en la falta de apreciación del significado de la expiación. La expiación es aquello que satisface las exigencias de la santidad y de la justicia. La ira de Dios es la reacción inevitable de la santidad divina contra el pecado. El pecado es la contradicción de la perfección de Dios y Dios no puede menos que sentir rechazo contra aquello que es la contradicción de él mismo. Este rechazo constituye su santa indignación. «La ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad» (Ro. 1:18). El juicio de Dios contra el pecado es esencialmente su ira. Si hemos de creer que la expiación es el trato vicario que Dios realiza juzgando el pecado, es absolutamente necesario afirmar que es la prueba vicaria de aquello en lo que queda epitomado este juicio. Negar la propiciación es minar la naturaleza de la expiación como la prueba vicaria por el castigo del pecado. En resumidas palabras, es negar la expiación vicaria. Gloriarse en la cruz de Cristo es gloriarse en Cristo como el sacrificio propiciatorio ofrecido una vez, como el propiciatorio permanente y como aquel que incorpora en sí mismo para siempre toda la eficacia de la propiciación cumplida de una vez para siempre. «Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo, el Justo. Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo» (1 Jn. 2:1, 2).

Reconciliación

La propiciación centra la atención en la ira de Dios y en la provisión divina para la remoción de aquella ira. La reconciliación centra la atención en nuestro alejamiento de Dios y en el método divino que nos restaura a su favor. Evidentemente, estos dos aspectos de la obra de Cristo están estrechamente relacionados. Pero la diferencia entre ellos es importante. Sólo observando esta diferencia podemos descubrir las riquezas de la provisión divina para suplir las necesidades de nuestra multiforme miseria.

La reconciliación presupone que la relación entre Dios y los seres humanos ha sido alterada. Supone una enemistad y un alejamiento. Este alejamiento es doble, nos alejamos de Dios, y Dios se aleja de nosotros. La causa del alejamiento es, naturalmente, nuestro pecado, pero el alejamiento consiste no sólo en nuestra impía enemistad contra Dios, sino también en el santo alejamiento de Dios respecto a nosotros. Nuestros pecados han causado una separación entre Dios y nosotros, y nuestros pecados han hecho que oculte su rostro (e[. Is. 59:2). Si desligamos de la palabra «enemistad», en relación a Dios, todo lo que tenga que ver con malicia y perversidad, podemos hablar de manera apropiada de este alejamiento de parte de Dios como su santa enemistad hacia nosotros. La reconciliación considera y remueve este alejamiento.

Podríamos pensar en consecuencia que la reconciliación pone fin no sólo a la santa enemistad de Dios contra nosotros, sino también nuestra impía enemistad contra él. Nuestro término castellano podría crear esta impresión de manera muy natural. Además, este concepto podría parecer sustentado por el uso del mismo Nuevo Testamento. Nunca se dice de manera expresa que Dios fuese reconciliado con nosotros, sino más bien que somos reconciliados con Dios (Ro. 5:10,11; 2 Ca. 5:20). Y cuando se emplea la voz activa, se dice que Dios nos reconcilia consigo mismo (2 Ca. 5:18, 19; Ef. 2:16; Col. 1:20, 21 ).

Esto parece apoyar el argumento de que la reconciliación termina nuestra enemistad con Dios, y no su santo alejamiento de nosotros. Y de este modo se ha mantenido que cuando se concibe la reconciliación como una acción de parte de Dios, es aquello que Dios ha hecho para cambiar nuestra enemistad en amor, y que cuando se concibe como resultado, es la eliminación de nuestra enemistad contra Dios. Consiguientemente, se ha presentado la reconciliación como consistiendo en aquello que Dios ha hecho para que nuestra enemistad sea eliminada. En resumidas palabras, el pensamiento se centra en nuestra enemistad, y la doctrina de la reconciliación se presenta en estos términos.

Cuando examinamos la Escritura más de cerca, descubriremos que cierto es lo contrario. No es la enemistad nuestra contra Dios lo que está en primer plano en la reconciliación, sino el alejamiento de Dios respecto a nosotros.

Este alejamiento de parte de Dios surge, desde luego, de nuestro pecado; es nuestro pecado lo que suscita esta reacción de su santidad. Pero es el alejamiento de Dios respecto a nosotros lo que queda en primer plano cuando la reconciliación se percibe ya sea como acción o como resultado.

A este respecto, vale la pena examinar unos cuantos casos del uso de la palabra «reconciliar» en el Nuevo Testamento. Estos ejemplos se aplican al uso de la palabra en relaciones humanas. El primero es Mateo 5:23,24.8 «Por lo tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí recuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar. Ve primero y reconcíliate con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda». Por ahora nos interesa el significado del imperativo <,reconcíliate con tu hermano». Es preciso hacer las siguientes observaciones.

1. No se supone ni se sugiere que el adorador que acude a ofrecer su ofrenda en el altar desea algún malo siente enemistad contra el hermano con quien debe reconciliarse. Esto podría ser o no ser cierto. Pero este factor no se cuenta en esta situación. El factor que se da como la razón para interrumpir el acto de adoración es sencillamente que existe alejamiento. Algo ha intervenido en la relación de las dos personas. La persona llamada el «hermano» considera que la persona que lleva la ofrenda al altar ha cometido un agravio en contra suya y que es culpable de haber quebrantado la armonía de la relación.

2. En este caso, se supone como probable que el adorador haya hecho algo para agraviar al otro hermano, que es culpable de alguna mala conducta o quebrantamiento del afecto. Sin embargo, asumir esto no es absolutamente necesario. Además, ya sea cierto o no, debemos tener en cuenta el hecho de que se le ordena al adorador que haga lo que tiene que hacer, sin tener en cuenta la justicia o la injusticia del parecer o juicio del hermano.

3. Lo que se le ordena al adorador es que se reconcilie con su hermano. El mandamiento «reconcíliate» no significa «quita tu enemistad o malicia». No se le supone ninguna malicia. Además, si esto fuese lo que se le ordena, no tendría necesidad de dejar el altar para hacerlo. Lo que se le manda al adorador es algo muy diferente. Se le manda que deje el altar, que se dirija a su ofendido hermano, y luego que haga algo. ¿Qué es lo que tiene que hacer? Tiene que quitar la razón del distanciamiento o alejamiento de parte del hermano. Tiene que arreglar las cosas con su hermano para que no tenga razón alguna de sentirse agraviado; tiene que hacer todo lo que sea necesario para que se reanude la armonía en la relación. El acto de la reconciliación consiste en eliminar la razón por la que existe discordia; el resultado de la reconciliación es la reanudación de la armonía, el entendimiento y la paz en la relación.

Por tanto, es sumamente importante reconocer que lo que el adorador toma en cuenta en el acto de la reconciliación es el agravio que el hermano siente; es la actitud mental de la persona con la que se reconcilia que debe considerar, y no ninguna enemistad que sienta él mismo. Y si empleamos la palabra «enemistad», es la enemistad de parte del hermano agraviado la que queda en primer plano del pensamiento y de la consideración. En otras palabras, es la «contrariedad» mantenida por el hermano ofendido la que considera la reconciliación; la reconciliación lleva a cabo la eliminación de esta «contrariedad».

Entonces, este pasaje nos ofrece una lección sumamente instructiva respecto al significado de «ser reconciliado»; nos muestra que esta expresión, al menos en este caso, enfoca el pensamiento y la atención no en la enemistad de la persona de la que se dice que es reconciliada, sino sobre el alejamiento en la mente de la persona con quien se hace la reconciliación. Y si el sentido que tiene este pasaje es el que aparece en relación a nuestra reconciliación con Dios por medio de la muerte de Cristo, entonces lo que aparece en primer plano cuando se dice que somos reconciliados con Dios es el alejamiento de Dios respecto a nosotros, la santa enemistad de parte de Dios por la cual estamos alejados de él. El acto de la reconciliación sería, entonces, quitar las razones por las que Dios se alejó de nosotros; el resultado de la reconciliación sería establecer una relación armónica y pacífica debido a que se han eliminado las razones por las que Dios se alejó de nosotros. A estas alturas no podemos afirmar que éste sea el sentido preciso de la palabra «reconciliación» con referencia a nuestra reconciliación con Dios. Tendremos que deducir nuestra doctrina de la reconciliación de los pasajes que tratan de manera específica con este tema. Pero Mateo 5:23, 24 nos muestra que el Nuevo Testamento usa la palabra «reconciliar» en un sentido muy distinto del que a primeras nos sugiere nuestro término castellano. Por consiguiente, cuando el Nuevo Testamento habla de que somos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, o de que Dios nos reconcilia consigo mismo, no debemos presuponer que el concepto debe presentarse en términos de la eliminación de nuestra enemistad contra Dios. Mateo 5:23, 24 sugiere una dirección de pensamiento muy distinta, por no decir otra cosa.

Otro caso del uso de la palabra «reconciliar» que evidencia la misma línea de pensamiento se encuentra en 1 Corintios 7:11. Con referencia a la mujer separada de su marido, dice Pablo: «que no se vuelva a casar; de lo contrario, que se reconcilie con su esposo». En este caso, sea cual fuere el grado en el que la enemistad subjetiva de parte de la mujer pueda haber tenido parte en la causa de la separación contemplada, es evidente que el mandamiento «que se reconcilie con su esposo» no puede consistir en que deje su enemistad u hostilidad subjetiva. Esto no cumpliría el propósito de la exhortación. Más bien, lo que contempla la reconciliación es terminar con la separación y reanudar las relaciones matrimoniales idóneas y armoniosas. La reconciliación vista como un acto, consiste en terminar con la separación, y vista como un resultado, consiste en reanudar las relaciones matrimoniales pacíficas.

Una vez más en Romanos 11:15 tenemos un ejemplo importante de la «reconciliación». «Pues si el haberlos rechazado dio como resultado la reconciliación entre Dios y el mundo, ¿no será su restitución una vuelta a la vida?» Es evidente que la reconciliación es contrastada con la exclusión, y que la exclusión es contrastada con la admisión. La admisión no es otra cosa que la recepción de Israel otra vez al favor divino y a la bendición del evangelio. La exclusión es el rechazamiento de Israel del favor divino y de la gracia del evangelio. La reconciliación de los gentiles, que es en base de la exclusión de Israel, es, a modo semejante, la recepción de los gentiles al favor divino. Por lo tanto, la reconciliación de los gentiles no puede ser presentada en términos de quitar la enemistad de parte de los gentiles, sino en términos del cambio en la economía de la gracia de Dios cuando llegó a su fin el alejamiento de los gentiles y fueron hechos conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (cf. Ef. 2:11-22). Por mucho que se tenga en cuenta el cambio de enemistad a fe y amor en los corazones de los gentiles como resultado del cambio en la economía de la gracia y el juicio de Dios, gracia para los gentiles y juicio sobre israel, debemos considerar la «reconciliación del mundo» como un cambio en la relación que Dios sostiene con el mundo gentil, cambio del alejamiento al favor y a la bendición del evangelio. 

Es la relación de Dios con los gentiles lo que sale a relucir en el uso de la palabra «reconciliación».

Cuando pasamos a considerar los pasajes que tratan de forma directa con la obra de la reconciliación lograda por Cristo, hay que tener en cuenta que la reconciliación en estos otros casos no se refiere a la eliminación de la enemistad subjetiva de la persona de la que se dice que ha sido reconciliada, sino el alejamiento de parte de la persona a la que se dice que somos reconciliados.

Veremos cómo se aplica este concepto a la reconciliación lograda por Cristo. La reconciliación tiene que ver con el alejamiento de Dios respecto a nosotros y por causa del pecado; al quitar el pecado, la reconciliación elimina la razón de este alejamiento, y se obtiene la paz con Dios. Los dos pasajes que consideraremos son Romanos 5 :8-11 y 2 Corintios 5: 18-21.

Romanos 5:8-//

Desde un inicio, la manera en que se presenta aquí el tema de la reconciliación nos señala la dirección en la que descubriremos el significado de la reconciliación. «Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (v. 8). La muerte de Cristo, como aquello que logró la reconciliación, es expuesta como la suprema manifestación del amor de Dios hacia los seres humanos. Lo que resalta es el amor de Dios tal como se manifiesta en una acción tan bien definida como la muerte de Cristo. Por lo tanto, nuestra atención es atraída no a la dimensión subjetiva de la actitud que el ser humano tiene hacia Dios, sino a la actitud divina tal como fue demostrada en un acontecimiento histórico. Interpretar la reconciliación en términos de lo que ocurre en nuestra tendencia subjetiva interferiría con esta orientación. Pero hay también razones más directas que corroboran el pensar así.

Pablo nos dice de manera clara que Dios nos reconcilió por medio de la muerte de su Hijo. El tiempo verbal indica que es un hecho consumado, que fue logrado de una vez para siempre cuando Cristo murió. Podemos ver cuán imposible es interpretar la reconciliación como la eliminación por parte de Dios de nuestra enemistad o como el abandono de la enemistad por parte nuestra. Es cierto que Dios hizo algo de una vez por todas para asegurar que nuestra enemistad fuese quitada y que fuésemos inducidos a echar a un lado nuestra enemistad. Pero aquello que Dios hizo de una vez por todas no consiste en la eliminación o remoción de nuestra enemistad. Además, el argumento a fortiori que emplea Pablo en este pasaje nos daría una construcción no congruente si debiésemos contemplar la reconciliación como la eliminación por parte de Dios de nuestra enemistad, o el abandono de la misma por nuestra parte. El argumento habría de presentarse de alguna manera similar a lo que sigue: «Porque si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido reconciliados, seremos salvados por su vida!» (cf. v. 10). La incongruencia es evidente, y sólo puede remediarse dando al término «reconciliar» un sentido

muy diferente.

Las palabras «reconciliados con él [Dios] mediante la muerte de su Hijo» (v. 10) son paralelas con las palabras «ahora que hemos sido justificados por su sangre» (v. 9). Este paralelismo se presupone en la secuencia del argumento.

Pero la justificación es siempre un concepto legal y no se refiere a ningún cambio subjetivo en la disposición del ser humano. Por cuanto eso es así, la expresión paralela a la misma, esto es, «reconciliados con él [Dios]», debe recibir un sentido judicial similar, y sólo puede significar aquello que sucedió en la esfera objetiva de la acción y del juicio divinos. 

La reconciliación es algo que se recibe: «ya hemos recibido la reconciliación» (v. 11). Por decir poco, es de lo más irrazonable intentar ajustar o acomodar este concepto a la idea de la eliminación o del abandono de nuestra enemistad. Este concepto se nos presenta como algo que nos ha sido dado como un don gratuito. Naturalmente, es cierto que es por la obra de la gracia de Dios en nosotros que somos capacitados para volvemos de la enemistad contra Dios a la fe, el arrepentimiento y el amor. Pero en el lenguaje de la Escritura esta obra posterior de la gracia no se describe en términos como los empleados aquí. Podemos detectar lo inapropiado de esta traducción si intentamos parafrasear con este concepto en mente: «ya hemos recibido la eliminación de nuestra enemistad», o «ya hemos abandonado nuestra enemistad». Por otra parte, si consideramos la reconciliación como la libre gracia de Dios en la eliminación del alejamiento con respecto a Dios y la acogida a su favor, entonces todo ello se vuelve coherente y lleno de significado. Lo que hemos recibido es la rehabilitación al favor de Dios. Cuán coherente es con los términos del pasaje y con el regocijo del apóstol decir: «Nos regocijamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, pues gracias a él ya no sufrimos alejamiento de Dios, sino que hemos sido recibidos a su favor y paz».

Pablo dice que fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo cuando éramos todavía enemigos (v. 10). Es totalmente factible contemplar la palabra «enemigos» como expresando aquí, no nuestra enemistad contra Dios, sino como refiriéndose al alejamiento de Dios al que habíamos quedado sujetos. Esta misma palabra es empleada en sentido pasivo en Romanos 11 :28. Si se adopta este sentido, la antítesis instituida entre la enemistad y la reconciliación es exactamente la misma que hay entre alejamiento y recepción al favor divino. Esto corroboraría el argumento anterior en cuanto al significado de la reconciliación. Pero aunque la palabra «enemigos» se comprenda en el sentido activo de nuestra hostilidad hacia Dios, se habría de mantener el mismo significado para reconciliación. ¿Cómo podría ninguna otra interpretación coordinar con el argumento del apóstol?

Difícilmente se podría decir: «Porque si, cuando éramos enemigos activos de Dios, nuestra enemistad fue eliminada por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido eliminada nuestra enemistad, seremos salvados por su vida!»

2 Corintios 5: /8-2/

Servirá para confirmar lo que hemos encontrado en Romanos 5:8-11 para establecer los rasgos destacados de la enseñanza de este pasaje.

La reconciliación es descrita como una obra de Dios. Comienza con Dios y es llevada a cabo por él. «Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo» (v. 18). «En Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo» (v. 19). Este énfasis en el monergismo divino nos indica que la reconciliación es una obra que, como tal, no incluye en su alcance ninguna acción humana. Como logro, no enrola la actividad de los seres humanos ni depende de ella.

La reconciliación es una obra consumada. Los tiempos verbales en los versículos 18, 19, 21 no dejan lugar a duda. No es una obra que esté siendo llevada a cabo de continuo por Dios; es algo consumado en el pasado. Dios no sólo es el único agente, sino que es el agente de una acción ya perfeccionada.

En este pasaje se nos expone en qué consiste la reconciliación. «Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios 10 trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios» (v. 21). Esto nos indica claramente la vicaria acción de Cristo de llevar el pecado como aquello que logró la reconciliación. Este carácter legal de la reconciliación también está expuesto en el versículo 19, donde «no tomándole en cuenta sus pecados» se relaciona con la reconciliación del mundo como explicación de qué es la reconciliación, o como la consecuencia que tiene como resultado. En cualquiera de ambos casos la reconciliación tiene su afinidad con la no imputación de pecados más que con cualquier cooperación subjetiva.

Esta obra consumada de reconciliación es el mensaje encomendado a los mensajeros del evangelio (v. 19). Constituye el contenido del mensaje. Pero el mensaje es aquello que es declarado como un hecho. Se debe recordar que la conversión no es el evangelio. Es la demanda del mensaje del evangelio y la respuesta apropiada al mismo. Cualquier transformación que tenga lugar en nosotros mismos es el efecto en nosotros de aquello que se proclama que ha sido cumplido por Dios. El cambio en nuestros corazones y mentes presupone la reconciliación.

La exhortación «les rogamos que se reconcilien con Dios» (v. 20) debería ser interpretada en términos de lo que hemos descubierto que es el concepto maestro en la reconciliación. Significa: no permanezcan más alejados de Dios, sino más bien disfruten del favor y la paz establecida por la obra reconciliadora de Cristo. Aprovechen la gracia de Dios y gocen esta paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.

Así, la reconciliación de la que habla la Escritura como cumplida por la muerte de Cristo contempla la relación de Dios para con nosotros. Presupone una relación de alejamiento y lleva a cabo una relación de favor y de paz. Esta nueva relación queda constituida mediante la eliminación de la causa del alejamiento. Esta causa es el pecado y la culpa. La eliminación es llevada a cabo en la obra vicaria de Cristo, cuando él fue hecho pecado por nosotros para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él. Cristo tomó sobre sí mismo el pecado y la culpa, la condenación y la maldición de aquellos en favor de los que murió. Éste es el epítome de la gracia y del amor divinos. Es la propia provisión de Dios y es el cumplimiento de la misma. Dios mismo en su propio Hijo ha eliminado la causa de la ofensa y así recibimos la reconciliación. Es el mensaje de esta obra divina, perfeccionada y completa, que se nos dirige en el evangelio, y la demanda de la fe está cristalizada en el ruego que se pronuncia en nombre de Cristo y como de parte de Dios: «les rogamos que se reconcilien con Dios». Crean que el mensaje es factual y entren en el gozo y la bendición de lo que Dios ha obrado. Reciban la reconciliación.

Redención

La idea de redención no debe ser reducida al concepto general de liberación. La terminología de la redención es una terminología de compra y, más específicamente, de rescate. Y rescate es lograr una liberación mediante el pago de un precio. La evidencia que establece este concepto de redención es muy abundante, e indudablemente debe mantenerse que la redención lograda por Cristo ha de ser interpretada en tales términos. La palabra de nuestro mismo Señor (Mt. 20:28; Mr. 10:45) debería poner fuera de toda duda tres hechos: 1) que la obra que vino a cumplir al mundo es una obra de rescate, 2) que la dádiva de su vida fue el precio del rescate, y 3) que su rescate fue de naturaleza sustitutiva.

La redención presupone alguna clase de esclavitud o de cautiverio, y, por ello, la redención implica aquello de lo que nos libera el rescate. Así como el sacrificio se dirige a la necesidad suscitada por nuestra culpa, la propiciación a la necesidad que surge de la ira de Dios, y la reconciliación a la necesidad que brota de nuestro alejamiento de Dios, de esta forma la redención se dirige a la esclavitud a la que nos ha consignado nuestro pecado. Esta esclavitud es, naturalmente, multiforme. Consiguientemente, la redención como compra o rescate recibe una gran variedad de referencias y aplicaciones. La redención se aplica a cada aspecto de nuestra esclavitud, y nos abre las puertas a una libertad que no es nada menos que la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Naturalmente, no hemos de apremiar de manera indebida la terminología de compra o redención. Como T. J. Crawford nos recuerda, no debemos intentar «delinear la obra de Cristo como una conformidad exacta con todo lo que se hace en actos humanos de redención».lO Nuestras presentaciones se volverían de esta manera artificiales y fantasiosas. Pero la realidad de que «nuestra salvación es conseguida por un proceso de conmutación análogo al pago de un rescate» (ibid., p. 63) aparece claramente en el mensaje del Nuevo Testamento. ¿En qué aspectos contempla, entonces, la Escritura la redención obrada por Cristo? Los más evidentes de ellos se pueden incluir bajo las dos siguientes divisiones:

La ley

Cuando la Escritura relaciona la redención con la ley de Dios, los términos que emplea deben ser observados de manera cuidadosa. No dice que seamos redimidos de la ley. Esto no sería una descripción precisa, y la Escritura se abstiene de tal expresión. No somos redimidos de la obligación de amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, nuestro ser y nuestra mente y a nuestro prój imo como a nosotros mismos. La ley queda resumida en estos dos mandamientos (Mt. 22:40) yel amor es el cumplimiento de la ley (Ro. 13: 10).

La suposición de que seamos liberados de la ley en el sentido de esta obligación introduciría una contradicción en el designio de la obra de Cristo. Sería una contradicción a la misma naturaleza de Dios pensar que nadie pueda ser exonerado de la necesidad de amar a Dios COn todo el corazón y de obedecer sus mandamientos. Cuando la Escritura relaciona la redención con la ley de Dios, emplea términos más específicos.

1. La maldición de la ley. «Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros» (Gá. 3:13). La maldición de la leyes su sanción penal. Esto es de manera esencial la ira o maldición de Dios, el desagrado que se encuentra sobre cada infracción de las demandas de la ley.

«Maldito sea quien no practique fielmente todo lo que está escrito en el libro de la ley» (Gá. 3:1O). Sin liberación de esta maldición no podría haber salvación. Es de esta maldición que ha rescatado Cristo a su pueblo, y el precio del rescate consiste en que él mismo fue hecho maldición. Se identificó hasta tal punto con la maldición que yacía sobre su pueblo, que la contrajo totalmente, con toda su intensidad no mitigada. Esta maldición la cargó sobre sí mismo, agotándola. Éste fue el precio pagado por esta redención, y la libertad lograda para los beneficiarios consiste en que no hay más maldición.

La ley ceremonial. «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos» (Gá. 4:4, 5). Lo que está aquí a la vista es la redención de la servidumbre tutelar bajo la economía mosaica y el pueblo de Dios bajo el Antiguo Testamento eran hijos de Dios por la adopción divina de la gracia. Pero eran como hijos en minoría de edad, bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre (cf. Gá.4:2). Y el ministro de esta disciplina tutelar, pedagógica, fue la economía mosaica (cf. Gá. 3:23,24). Pablo contrasta este período de tutela bajo la ley mosaica con la plena libertad otorgada a todos los creyentes, judíos o gentiles, bajo el evangelio. Esta plena libertad y privilegio, la llama la adopción de hijos (Gá. 4:5). Cristo vino a fin de lograr esta adopción. La consideración particularmente pertinente a la cuestión del precio pagado para esta redención es el hecho de que Cristo fue engendrado bajo la ley. Él nació bajo la ley de Moisés; estuvo sujeto a sus condiciones y cumplió sus estipulaciones. En él, la ley de Moisés cumplió su propósito, y su significado recibió en él su validez y manifestación permanentes. Por consiguiente, él nos redimió de una servidumbre relativa y provisional, servidumbre de la cual la economía mosaica era su instrumento. 

Esta redención tiene importancia no sólo para los judíos, sino también para los gentiles. En la economía del evangelio no se les demanda ni a los gentiles que pasen por la disciplina tutelar a la que estuvo sujeta Israel. «Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía. Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús» (Gá. 3:25,26). Esta extraordinaria gracia, que todos, sin distinciones ni discriminaciones, sean hijos de Dios por la fe de Cristo Jesús, es el resultado de una redención lograda de la realidad de que Cristo fue hecho bajo la ley de Moisés y cumplió sus estipulaciones y propósito.

3. La ley de las obras. Cristo nos ha redimido de la necesidad de guardar la ley como la condición de nuestra justificación y aceptación por parte de Dios. Sin esta redención no podría haber ni justificación ni salvación. Es la obediencia del mismo Cristo la que ha logrado nuestra liberación. Porque es por su obediencia que muchos serán constituidos justos (Ro. 5: 19). En otras palabras, es la obediencia activa y pasiva de Cristo la que constituye el precio de esta redención, una obediencia activa y pasiva porque él fue hecho bajo ley, cumplió todas las demandas de la justicia y satisfizo todas las sanciones de la justicia.

Pecado

Que Cristo redimió a su pueblo del pecado, se deduce de lo que se ha dicho acerca de la ley. La fuerza del pecado es la ley, y donde no hay ley no hay transgresión (1 Ca. 15:56; Ro. 4:15). Pero la Escritura también presenta la redención en relación directa con el pecado. Es en esta relación que se indica claramente a la sangre de Cristo como el medio por el que se logra esta redención. La redención del pecado abarca las varias perspectivas desde las que se puede contemplar el pecado. Es la redención del pecado en todos sus aspectos y consecuencias. Esto es particularmente evidente en pasajes como Hebreos 9:12 y Apocalipsis 5:9. El carácter inclusivo de la redención en cuanto a cómo afecta al pecado y a sus males concomitantes se exhibe, quizá de la manera más clara, por el hecho de que la

consumación escatológica de todo el proceso de la redención es designada como la redención (cf. Lc. 21:28; Ro. 8:23; Ef. 1:14; 4:30; y posiblemente 1 Ca. 1 :30). El hecho de que se emplee el concepto de redención para designar la total y definitiva liberación de todo mal y el cumplimiento del objetivo hacia el que se mueve todo el proceso de la gracia redentora, manifiesta de manera muy clara cuán ligado está con la redención obrada por Cristo el logro de la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Y también manifiesta que la redención es constitutiva del concepto mismo de la gloria consumada para el pueblo de Dios. No es de extrañar, entonces, que la profecía del Antiguo Testamento hable en estos términos (cf. Os. 13: 14) y que el cántico de los glorificados sea el cántico de la redención (cf. Ap. 1:5,6; 5:9).

No obstante, en este debate pensamos en la redención como una obra cumplida por parte de Cristo. Cuando se contempla la redención en este sentido más limitado, hay dos aspectos del pecado que quedan claramente destacados como aquellos sobre los que tiene efecto el logro redentor de Cristo. Son la culpa y el poder del pecado. Y los dos efectos que brotan de este logro redentor son, respectivamente: 1) la justificación y el perdón del pecado; y 2) la liberación de la contaminación y del poder del pecado. La redención, en cuanto a su influencia sobre la culpa y en su producción de justificación y remisión, es algo que se considera en pasajes como Romanos 3:24; Efesios 1: 7;

Colosenses 1: 14; Hebreos 9: 15. Y la redención, en cuanto a su influencia sobre el poder esclavizante y contaminante del pecado, es algo que se considera en TIto 2: 14; 1 Pedro 1: 18, aunque no se puede excluir todo sentido legal en estos dos últimos pasajes.

En relación con la redención de la culpa del pecado, se presenta de manera clara la sangre de Cristo como rescate sustitutivo y como el precio del rescate para nuestra liberación. Las declaraciones de nuestro Señor acerca de la redención (Mt. 20:28; Mr. 10:45) muestran sin duda alguna que él interpretaba el propósito de su venida al mundo en términos de rescate sustitutivo y que este rescate no era nada menos que el acto de dar su vida. Y, en el uso del Nuevo Testamento, el acto de dar su vida es lo mismo que el derramamiento de su sangre. Por tanto, para el Señor, la redención consistía en un derramamiento de sangre sustitutivo, un derramamiento de sangre en lugar y en favor de muchos, con el fin de adquirir mediante ello a los muchos en favor de los cuales él dio su vida en rescate. Es este mismo concepto el que se reproduce en la enseñanza apostólica. Aunque la terminología no es de

manera precisa la misma que la de la redención, no podemos perder de vista el sentido de redención de la declaración de Pablo en su encargo a los ancianos de Éfeso cuando se refiere a «la iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre» (Hch. 20:28). En otros pasajes se expresa abiertamente el pensamiento que da Pablo aquí en términos de la terminología de redención o de rescate cuando dice de Cristo jesús que «se entregó por nosotros para rescatamos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien» (TIt. 2:14). U otra vez, cuando dice Pablo que en el Amado «tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados» (Ef. 1: 7 j cf. Col. 1: 14), queda claro que concibe el perdón de pecados como la bendición obtenida por una redención lograda con sangre. Y aunque Hebreos 9: 15 sea de difícil exégesis, queda, sin embargo, claro que la muerte de Cristo es el medio de la redención con referencia a los pecados cometidos bajo el antiguo pacro: la muerte de Cristo es eficaz como redención con referencia al pecado.

No podemos separar artificialmente la redención como rescate que libera de la culpa del pecado, de las otras categorías en las que se debe interpretar la obra de Cristo. Estas categorías son tan sólo aspectos desde los que se debe contemplar la obra de Cristo consumada de una vez para siempre, y por ello se puede decir que se entrelazan unas con otras. Este hecho, en cuanto se aplica a la redención, aparece, por ejemplo, en Romanos 3:24-26: «pero por su gracia son justificados gratuitamente», dice Pablo, «mediante la redención que Cristo jesús efectuó. Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia. De este modo Dios es justo, y a la vez, el que justifica a los que tienen fe en jesús». Aquí no sólo se nos presenta la redención y la propiciación, sino que hay una combinación de conceptos que tienen que ver con la intención y el efecto de la obra de Cristo, y esto muestra cuán estrechamente relacionados están estos diversos conceptos. Este pasaje ejemplifica y confirma lo que establecen otras consideraciones, es decir, que la redención que libera de la culpa del pecado debe ser presentada en términos jurídicos de manera análoga a aquellos que se deben aplicar a la expiación, a la propiciación y a la reconciliación.

La redención que libera del poder del pecado puede ser designada como el aspecto triunfal de la redención. En su obra consumada, Cristo realizó de una vez para siempre algo respecto al poder del pecado, y es en virtud de esta victoria obtenida, que quebrantó el poder del pecado en todos aquellos que se han unido a él. Es en relación a esto que debemos apreciar un aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento que es frecuentemente olvidado. Es que no sólo se considera a Cristo como habiendo muerto por el creyente, sino que el creyente es presentado como habiendo muerto en Cristo y como resucitado con él a una nueva vida. Este es el resultado de la unión con Cristo. Porque por medio de esta unión, no sólo Cristo es unido a aquellos que le han sido dados, sino que ellos se unen a él. Por ello, no sólo Cristo murió por ellos, sino que ellos murieron en él y resucitaron con él (cf. Ro. 6:1-10; 2 Ca. 5:14,15; Ef. 2:1-7; Col. 3:1-4; 1 P. 4:1, 2).

Es este hecho de haber muerto con Cristo en la eficacia de su muerte y de haber resucitado con él en el poder de su resurrección, que asegura para todo el pueblo de Dios la liberación del dominio del pecado. Da la base para la exhortación: «De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Ro. 6:11), y da fuerza a la certidumbre apodíctica: «Así el pecado no tendrá dominio sobre ustedes» (Ro. 6:14). Es este hecho de haber muerto y resucitado con Cristo, contemplado como una implicación de la muerte y resurrección de Cristo cumplida una vez por todas, 10 que provee la base del ptoceso de santificación. y se apela constantemente al mismo como el apremio e incentivo para la santificación en la práctica del creyente.

Es también aquí que podemos reflexionar de manera aptopiada acerca de la relación de la redención con Satanás. Y se debe contemplar en relación con el aspecto triunfal de la misma. Los primeros padres de la iglesia cristiana dieron un lugar destacado a esta fase de la redención y la presentaron en términos de un rescate pagado al diablo. Esta presentación devino fantasiosa y absurda. Su falsedad fue eficazmente expuesta por Anselmo en su clásica obra Cur Deus Horno. Sin embargo, en reacción contra esta formulación fantasiosa, corremos el riesgo de dejar de lado la gran verdad que aquellos padres intentaban expresar. Aquella verdad es la relación que tiene la obra redentora de Cristo sobre el poder y la actividad de Satanás y sobre las fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales (cf. Ef. 6:12). Desde luego, es significativo en relación con esto que la primera promesa de la gracia redentora, el primer rayo de luz redentora que cayó sobre nuestros caídos primeros padres, fue en términos de la destrucción del tentador. Y este mismo énfasis está incrustado en el Nuevo Testamento. Según nuestro Señor iba aproximándose al Calvario y tal como la petición de los griegos le había vuelto a recordar acerca de la significación universal de la obra que estaba para llevar a cabo, fue entonces que aprovechó la ocasión para referirse al triunfo sobre el supremo enemigo, y dijo: «El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado» (Jn. 12:31). Y, para el apóstol Pablo, la gloria que irradiaba desde la cruz de Cristo era una gloria irradiada por el hecho de que, «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal» (CoL 2:15). Aunque demasiadas veces dejamos de tener en cuenta la tétrica realidad de la muerte y nos sentimos tranquilos en presencia de la misma, no debido a la fe sino debido a una endurecida insensibilidad, no era así en el fervor de la fe del N uevo Testamento. Fue con profundo significado que el escritor de la epístola a los Hebreos escribió que Jesús participó de carne y de sangre «para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte –es decir, al diablo–, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida>, (Heb. 2:14, 15). Fue sólo este triunfo el que liberó a los creyentes de la esclavitud del temor y que inspiró la confianza y la compostura de la fe. Pero este triunfo tenía relevancia para ellos porque la conciencia de ellos estaba condicionada por el conocimiento interior del papel y de la actividad de Satanás, y la confianza y la compostura se afianzaron en su ser porque sabían que el triunfo de Cristo anulaba al siniestro agente que tenía el poder de la muerte.

Así, vemos que la redención del pecado no puede ser concebida ni formulada de manera adecuada excepto cuando abarque la victoria que Cristo logró de una vez para siempre sobre aquel que es el dios de este mundo, el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia. Debemos contemplar el pecado y el mal en sus mayores proporciones como un reino que abarca la sutileza, la destreza, la ingenuidad, el poder y la incansable actividad de Satanás y de sus legiones o autoridades, potestades que dominan este mundo de tinieblas, fuerzas espirituales malignas en las regiones celestes (véase Ef. 6:12). Yes imposible hablar en términos de redención del poder del pecado excepto cuando se incluye en el campo de este logro redentor la destrucción del poder de las tinieblas. Así es que podemos gozar de una comprensión más inteligente de lo que encontró Cristo cuando dijo: «Pero ya ha llegado la hora de ustedes, cuando reinan las tinieblas, (Le 22:53) y de lo que obró el Señor de la gloria cuando expulsó al príncipe fuera de este mundo (Jn. 12:31).

Capítulo 3. La perfección de la expiación

En la polémica protestante, este rasgo de la obra de la expiación de Cristo ha sido orientada contra el principio católico de que la obra de satisfacción cumplida por Cristo no libera a los fieles de hacer satisfacción por los pecados que hayan cometido. Según la teología católica, todos los pecados pasados, tanto por lo que respecta a su castigo eterno como temporal, son borrados en el bautismo, como también el castigo eterno de los pecados futuros de los fieles. Pero, por lo que respecta al castigo temporal de los pecados posteriores al bautismo, los fieles deben hacer satisfacción bien en esta vida, bien en el purgatorio. En oposición a todo concepto de satisfacción humana, los protestantes mantienen con razón que la satisfacción de Cristo es la única satisfacción por el pecado, y que es tan perfecta y definitiva que no deja ninguna responsabilidad penal para ningún pecado del creyente. Es cierto que en esta vida los cristianos son disciplinados por sus pecados, y que tal disciplina corrige y santifica -«produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella» (Heb. 12:11). Y esta disciplina es penosa. Pero identificar la disciplina con la satisfacción por el pecado incide no sólo sobre la perfección de la obra de Cristo, sino también sobre la naturaleza de la satisfacción. «Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús» (Ro. 8:1). No debe haber mitigación alguna de la polémica protestante contra esta perversión del evangelio de Cristo. Si permitimos por un solo momento que el concepto de justificación humana se inmiscuya en nuestra presentación de la justificación o de la santificación, habremos, entonces, contaminado el río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios. Y la más grave perversión que involucra es que le roba al Redentor la gloria de su logro hecho de una vez para siempre. Él hizo la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, y se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas (cf. Heb. 1:3). Pero esta situación en la que nos encontramos con referencia al debate sobre el tema de la expiación nos exige que tengamos en cuenta otras formas en que ha sido perjudicada la doctrina de la perfección, y es necesario que incluyamos bajo este enabezamiento otros rasgos de la obra consumada de Cristo.

La objetividad histórica

En la expiación se cumplió algo de una vez para siempre, sin participación ni contribución de nuestra parte. Se perfeccionó una obra que antedata acualquiera y de en nosotros. Existe otra implicación de su objetividad histórica que es preciso destacar.

Es el carácter estrictamente histórico de aquello que fue llevado a cabo. La expiación no es suprahistórica ni es contemporánea. Es, desde luego, cierto que la persona que obró la expiación por el pecado trasciende la historia en lo que a su deidad y filiación eterna se refieren. Como Dios e Hijo, él es eterno y trasciende a todas las condiciones y circunstancias del tiempo. Él es, junto con el Padre y el Espíritu, el Dios de la historia. También es verdad que, como Hijo encarnado y exaltado a la diestra de Dios es contemporáneo en un sentido muy cierto. Él vive siempre, y como el viviente que estuvo muerto pero que vive de nuevo, él es la encarnación siempre presente y siempre activa de la eficacia, virtud y poder que brotan de la expiación. Pero la expiación fue llevada a cabo en la naturaleza humana y en un tiempo determinado del pasado y en un calendario de acontecimientos cumplido. ¿Acaso podría algo indicar más claramente la verdad y el significado de esto que la palabra del apóstol: «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos»? (Gá. 4:4, 5). Ya sea que interpretemos «cuando se cumplió el plazo» como la plena medida del tiempo designado por Dios, el período que debía transcurrir antes de que Dios enviase a su Hijo, o como aquel lapso que da conclusión al tiempo y que da al tiempo su pleno complemento, hemos de reconocer el significado del tiempo para aquella misión, que se registra y queda señalado por la encarnación del Hijo de Dios.

La encarnación tuvo lugar en un punto específico marcado por el cumplimiento del plazo. No ocurrió antes, y aunque el estado encarnado es permanente, la encarnación no sucedió otra vez. La historia, con sus designaciones fijas y sus períodos bien definidos, tiene significación en el drama del logro divino. El condicionamiento histórico y la situación histórica de los acontecimientos en el tiempo no pueden borrarse ni tampoco se puede subestimar su significación. Y lo que es cierto del acontecimiento de la encarnación es cierto también de la redención llevada a cabo. Ambos están situados históricamente y ninguno de los dos es suprahistórica ni contemporáneo.

La finalidad

En las polémicas históricas este rasgo de la expiación ha sido apremiado en contra de la doctrina católica romana del sacrificio de la misa. Esta polémica en contra de la doctrina romana es tan necesaria en nuestros días como lo fue en el período de la Reforma. La expiación es una obra consumada, nunca repetida e irrepetible. Sin embargo, en nuestro contexto moderno es necesario insistir en este punto no sólo en oposición a Roma, sino también en oposición a un punto de vista dominante dentro de círculos protestantes. Este punto de vista consiste en que el divino acto de llevar el pecado no puede ser confinado al acontecimiento histórico del sacrificio de Jesús, sino que debe ser considerado como eterno, que la obra de la expiación, encarnada en la pasión de Jesucristo, es eterna en los cielos en la misma vida de Dios, «una obra eterna de expiación, supratemporal como lo es la vida de Dios … y prosiguiendo mientras sigan cometiéndose pecados y haya pecadores que reconciliar».

Desde luego, es muy necesario reconocer la continua actividad sumosacerdotal de Cristo en el cielo. Es necesario recordar que él incorpora eternamente en sí mismo la eficacia que se acumuló de su sacrificio en la tierra, y que es en virtud de aquella eficacia que él ejerce este ministerio celestial como Sumo Sacerdote de nuestra profesión. Es sobre esta base que él intercede en favor de su pueblo. Y es en razón de la simpatía derivada de sus tentaciones terrenales que puede compadecerse de nuestras debilidades. Esto significa sencillamente que se debe apreciar plenamente la unidad del oficio y de la actividad sacerdotal de Cristo. Pero el hecho de que no debamos perturbar la unidad de sus funciones sacerdotales no significa que tengamos libertad para confundir las distintas acciones y fases de su oficio sacerdotaL Debemos distinguir entre la ofrenda del sacrificio y la subsiguiente actividad del sumo sacerdote. Lo que el Nuevo Testamento destaca es la histórica singularidad del sacrificio que expió la culpa y que reconcilió con Dios (cf. Heb. 1:3; 9:12, 25-28). Dejar de valorar lo definitivo de esta singularidad es concebir erróneamente qué es realmente la expiación. En la presentación bíblica no puede concebirse la expiación aparte de las condiciones bajo la que es llevada a cabo. Hay dos condiciones al menos que son indispensables, la humillación y la obediencia, y éstas condicionándose mutuamente. Choca con todo el tenor de la Escritura pasar la expiación a aquella dimensión en la que nos sería imposible creer que existen estas condiciones.

Además, si pensamos en la fórmula «expiación eterna en el corazón de Dios», debemos hacer otra vez distinciones. Es cierto que la expiación brotó del amor eterno en el corazón de Dios y que fue la provisión de este amor eterno. Pero concebir la expiación como eterna es confundir lo eterno y lo temporaL Lo que el testimonio de la Escritura muestra de manera inequívoca es el verdadero significado para Dios de aquel logro en el tiempo. Es a esto a lo que atribuye la expiación, y ello de manera clara y decisiva. Nuestra definición de expiación debe derivarse de la que habla la Escritura. Y la expiación de la que habla la Escritura es la obediencia vicaria, la expiación, propiciación, reconciliación y redención llevadas a cabo por el Señor de la gloria cuando, de una vez para siempre, obró la purificación de nuestros pecados y se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas.

La singularidad

Horace Bushnell nos ha dado lo que quizá sea la más elocuente exposición y defensa de la idea de que el sacrificio de Cristo es, sencillamente, la suprema ilustración y vindicación del principio de abnegación que opera en el pecho de cada ser amante y santo al verse confrontado aquel ser con el pecado y el maL Bushnell afirma que «el amor es un principio esencialmente vicario por su propia naturaleza, identificando al sujeto con otros, a fin de sufrir las adversidades y dolores de ellos, y tomando sobre sí mismo la carga de los males de ellos».z «Hay un Getsemaní oculto en todo amor» (ibid., p. 47). Después añade que «sustentando esta postura acerca del sacrificio vicario, debemos encontrarlo como propio de la naturaleza esencial de toda virtud santa. También nos es preciso, naturalmente, ir más adelante y mostrar cómo pertenece a todos los demás seres buenos, tan verdaderamente como al mismo Cristo en la carne –como el Padre eterno antes de Cristo, y el Espíritu Santo viniendo después de él, y los ángeles buenos tanto antes como después, todos ellos han llevado las cargas, se han debatido en los dolores de sus sentimientos vicarios por los hombres; y luego, por fin, cómo el cristianismo viene como resultado, al engendrar en nosotros este mismo amor vicario que reina en todas las mentes glorificadas y buenas del reino celestial; reuniéndonos en pos de Cristo nuestro Amo, por cuanto han aprendido a llevar su cruz, y a estar con él en su pasión» (ibid., p. 53).

Distinguir la verdad del error y desentrañar las falacias en estas citas nos llevaría mucho más allá de nuestros límites. Es cierto que el sacrificio de Cristo es la suprema revelación del amor de Dios. Es cierto que la vida, padecimientos y muerte de Cristo nos dan el supremo ejemplo de virtud. Es cierto que las aflicciones de la iglesia cumplen lo que queda de las aflicciones de Cristo y que por medio de estas aflicciones de los creyentes cumple su propósito la obra expiatoria de Cristo.

Pero es cosa muy diferente pretender que tengamos parte en aquello que constituye el sacrificio vicario de Cristo. Es indefendible y perverso poner sobre los términos «vicario» y «sacrificio» una connotación diluida que reduzca el «sacrificio vicario» de Cristo a una categoría que le arrebate su carácter único y distintivo que la Escritura le aplica. Desde luego, Cristo nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas. Pero nunca se propone que esta emulación de nuestra parte deba extenderse a la obra de la expiación, propiciación, reconciliación y redención que él cumplió. Sólo tenemos que definir la expiación en términos escriturarios para reconocer que sólo Cristo la llevó a cabo y no sólo esto. ¿Qué justificación tenemos para inferir, o en base a qué razonamiento podemos inferir, que aquello que es constitutivo o que se ejemplifica en el sacrificio vicario de Cristo pueda ser aplicable a todo amor santo al contemplar el pecado y maldad? Es sólo mediante una fatal confusión de categorías que puede llegar a hacerse plausible tal inferencia. Lo que la Escritura presenta es que el Hijo de Dios encarnado, y sólo él, excluyendo al Padre y al Espíritu en el reino de lo divino, y excluyendo a los ángeles y a los seres humanos en el orden de lo creado, se dio a sí mismo en sacrificio para redimimos para Dios con su sangre.

Desde cualquier ángulo que contemplemos su sacrificio encontramos que su singularidad es tan inviolable como la singularidad de su persona, de su misión y de su oficio. ¿Quién es Dios-hombre sino él solo? ¿Quién es el gran sumo sacerdote para ofrecer tal sacrificio, sino sólo él? ¿Quién derramó aquella sangre de la expiación, sino sólo él? ¿Quién entró una vez por todas en el santuario, habiendo obtenido eterna redención, sino sólo él? Bien podríamos citar las palabras de Hugh Martin que han sido tomadas de su maestra polémica contra el dicho de F. W. Robertson de que «el sacrificio vicario es la ley del ser».

Dice Martin: «¡Un anuncio que parece un oráculo! Es innecesario decir que lo confrontamos con una negación directa. El sacrificio vicario no sólo no es la ley del ser, sino que no es una ley en absoluto. Es una transacdón divina única, solitaria, sin parangón –que nunca será repetida, nunca será igualada, nunca será aproximada. Fue el espléndido e inesperado recurso de la sabiduría divina, que en su revelación inundó la mente de los ángeles con el conocimiento de Dios. Fue el libre consejo del buen propósito de la voluntad de Dios. Fue la soberana decisión de su gracia y amor. Se nos arrebata el amor soberano de Dios con el concepto de que el sacrificio vicario es la «ley del ser»».

La eficacia intrínseca

En las polémicas de la teología histórica este aspecto de la expiación ha sido apremiado contra la doctrina remonstrante de que Cristo hizo algo que Dios acepta en gracia en lugar de la plena satisfacción de la justicia. La declaración de la Confesión de Fe de Westminster está admirablemente redactada en contraste y contradicción a la postura remonstrante: «El Señor Jesús, mediante Su perfecta obediencia y sacrificio de Sí mismo, que Él, por medio del Espíritu eterno, ofreció una vez a Dios, ha dado plena satisfacción a la justicia de Su Padre; y adquirido no sólo la reconciliación sino una herencia eterna en el reino del cielo, para todos aquellos que el Padre le ha dado» (VIII, v).

Es necesario concebir y formular correctamente la relación de la gracia de Dios con la obra expiatoria de Cristo. Fue por la gracia de Dios que Cristo fue dado en nuestro favor. Fue por su propia gracia que él se dio a sí mismo. Sería totalmente falso concebir la obra de Cristo como un acto de obligar al Padre a ser amante y lleno de gracia. «Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados j Por gracia ustedes han sido salvados!» (Ef. 2:4,5; cf. 1 Jn. 4:9). La expiación es la provisión del amor y gracia del Padre. Pero hay igual necesidad de recordar que la obra llevada a cabo por Cristo fue por sí misma intrínsecamente adecuada para dar satisfacción a todas las exigencias creadas por nuestro pecado y a todas las demandas de la santidad y justicia de Dios. Cristo satisfizo toda la deuda del pecado. Él llevó nuestros pecados y los purificó. No dio un pago nominal que Dios acepta en lugar de la totalidad. Nuestras deudas no han sido canceladas, sino liquidadas. Cristo obtuvo redención y por tanto la aseguró. Él afrontó en sí mismo y absorbió la plena carga de la condenación y juicio divinos contra el pecado. Él obró la justicia que es la base apropiada de la completa justificación y el derecho a la vida eterna.

La gracia, así, reina por medio de la justicia para vida eterna por medio de Jesucristo, nuestro Señor (cf. Ro. 5:19, 21). Él expió la culpa y «con un solo sacrificio ha hecho perfectos para siempre a los que está santificando» (Heb.10: 14). «y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb. 5:9). En resumidas cuentas, Jesús cumplió todas las exigencias que brotaban del pecado y obtuvo todos los beneficios que conducen a, y que son consumados en, la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

Capítulo 4. El alcance de la expiación

La cuestión del alcance de la expiación se reduce simplemente a la pregunta: ¿por quién hizo Cristo la expiación? Una forma más sencilla sería: ¿por quién murió Cristo? Podría parecer que la Biblia da una respuesta inequívoca en el sentido de que Cristo murió por toda la humanidad. Porque leemos: «Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el SEÑOR hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is. 53:6). Sería fácil argumentar que el significado de «todos» en la última cláusula es tan extensa como la de los que se han descarriado y que han tomado su propio camino. Si es así, la conclusión sería que el Señor cargó sobre su Hijo la iniquidad de todos los seres humanos, y que fue hecho ofrenda por los pecados de todos. Otra vez leemos: «Sin embargo, vemos a Jesús, que fue hecho un poco inferior a los ángeles, coronado de gloria y honra por haber padecido la muerte. Así, por la gracia de Dios, la muerte que él sufrió resulta en beneficio de todos» (Heb. 2:9). Se podría decir que Juan resuelve la cuestión sin dejar dudas cuando dice: «Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo» (1 Jn. 2:2).

Sin embargo, no debemos pensar que la cita de unos cuantos textos como los anteriores y otros que se pudiesen aducir decide esta cuestión. Desde el principio hasta el final la Biblia emplea expresiones universales pero que no se pueden interpretar como significando todos los seres humanos distributiva e inclusivamente. Palabras como «el mundo» y «todos» y expresiones como «cada uno» y «todos los hombres» no siempre significan en la Escritura cada miembro de la raza humana. Por ejemplo, cuando Pablo dice, con referencia a la incredulidad de Israel: «Pero si su transgresión ha enriquecido al mundo … ¡cuánto mayor será la riqueza que su plena restauración producirá!» (Ro. 11:12), ¿hemos de suponer que quería decir que la caída de Israel trajo riqueza de la que se refiere aquí a cada persona que ha habido, que hay y que habrá en el mundo? Una interpretación así carecería de sentido. La palabra «mundo» tendría, entonces, que incluir a Israel, el cual es contrastado con el mundo.

Además, no es cierto que cada miembro de la raza humana fue enriquecido debido a la caída de Israel. Cuando Pablo empleó aquí la palabra «mundo», se refería al mundo gentil en contraste a Israel. El contexto establece esto en forma muy clara. Entonces, tenemos un ejemplo de la palabra «mundo» que se usa en un sentido limitado y que no significa todos los seres humanos distributivamente. Una vez más, cuando Pablo dice: «Por tanto, así como una sola transgresión causó la condenación de todos, también un solo acto de justicia produjo la justificación que da vida a todos» (Ro. 5:18), ¿hemos de suponer que la justificación vino a toda la raza humana, a todos los seres humanos distributiva e inclusivamente?

Esto no puede ser lo que Pablo quiere decir. Él está tratando acerca de la justificación real, de la justificación que es en Cristo y para vida eterna (cf. vv. 1, 16, 17, 21). Y no podemos creer que tal justificación haya pasado a cada miembro de la raza humana, excepto si creemos que en última instancia todos los seres humanos se salvarán, algo que es contrario a las enseñanzas de Pablo en otros lugares y a la enseñanza de la Escritura en general. Por consiguiente, aunque Pablo emplea la expresión «todos» en la primera parte del versículo en un sentido universal, sin embargo debe estar empleando la misma expresión en la segunda parte del versículo en un sentido mucho más restringido, esto es, refiriéndose a todos los que serán realmente justificados. Por tomar otro ejemplo, cuando Pablo dice que «todo me está permitido» (1 Co. 6: 12; 10:23), no significa con ello que está permitido hacer todo lo concebible. No se le permitía transgredir los mandamientos de Dios. Este «todo» del que habla está definido y limitado por el contexto. Se podrían citar numerosos ejemplos adicionales para mostrar que expresiones de esta clase, aunque universales en su forma, tienen frecuentemente una referencia limitada y no significan que se incluye a cada persona de la raza humana. No es suficiente, pues, con citar unos cuantos textos de la Biblia en los que aparezcan términos como «mundo» y «todo» en relación con la muerte de Cristo, y saltar de inmediato a la conclusión de que la cuestión está resuelta en favor de la expiación universal.

Podemos mostrar fácilmente la falacia de este procedimiento en relación con un texto como Hebreos 2:9. ¿Qué es lo que determina el significado del «todos» en el versículo en cuestión? Indudablemente, el contexto. ¿De quién está hablando el escritor en el contexto? Está hablando de los muchos hijos que han de ser llevados a la gloria (v. 10), de los santificados que junto con el santificador tienen un mismo origen (v. 11), de aquellos que son llamados hermanos de Cristo (v. 12), y de los hijos que Dios le ha dado (v. 13). Es esto lo que nos provee el alcance y la referencia del «todos» por los que Cristo gustó la muerte. Cristo gustó la muerte por cada hijo que debía ser llevado a la gloria y por todos los hijos que Dios le ha dado. Pero no hay ni la más mínima justificación en este texto para extender la referencia de la muerte vicaria de Cristo más allá de aquellos que son claramente designados en el contexto.

Este texto muestra cuán plausible puede ser una cita tomada muy a la ligera y, sin embargo, cuán infundado es este argumento en favor de la doctrina de la expiación universal. 

Continuando con el análisis de esta doctrina, es necesario aclarar cuál cuestión no es la correcta. La cuestión no es si los seres humanos son objeto de muchos beneficios aparte de la justificación y de la salvación a causa de la muerte de Cristo. Los incrédulos y réprobos en este mundo gozan de numerosos beneficios que se derivan del hecho de que Cristo murió y resucitó. 

El dominio mediador de Cristo es universal. Cristo es cabeza sobre todas las cosas y ha recibido toda autoridad en el cielo y en la tierra. Es dentro de este dominio mediador que se dispensan todas las bendiciones que los seres humanos gozan. Pero este dominio lo ejerce Cristo sobre la base y como recompensa de la obra consumada de la redención. «Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, iY muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Fil. 2:8,9). Por lo tanto, por cuanto todos los beneficios y bendiciones se encuentran dentro del reino del dominio de Cristo, y por cuanto este dominio descansa sobre su obra consumada de expiación, los innumerables beneficios de que gozan sin distinción todos los seres humanos están relacionados con la muerte de Cristo, y se puede decir que se derivan de ella de una u otra manera. Si así se derivan de la muerte de Cristo, es porque así debían de derivarse. Por ello, es apropiado decir que el goce de ciertos beneficios, incluso por parte de los no escogidos y réprobos, encaja dentro del designio de la muerte de Cristo. La negación de la expiación universal no implica la negación de dicha relación que los beneficios de que gozan todos los seres humanos pueda tener con la muerte y obra consumada de Cristo. La verdadera cuestión es muy diferente.

La cuestión es ésta: ¿en favor de quiénes se ofreció Cristo en sacrificio? ¿En favor de quiénes propició la ira de Dios? ¿A quién reconcilió con Dios en el cuerpo de su carne por medio de la muerte? ¿A quién redimió de la maldición de la ley, de la culpa y del poder del pecado, del poder seductor y de la esclavitud de Satanás? ¿En lugar de quién yen favor de quién fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz? Éstas son, precisamente, las cuestiones que deben plantearse y afrontarse con franqueza si el tema del alcance de la expiación se debe poner en su perspectiva adecuada. La cuestión no es la relación de la muerte de Cristo con las numerosas bendiciones en que pueden participar en esta vida aquellos que finalmente perecen, por importante que sea esta cuestión en sí misma y en su lugar apropiado. La cuestión es precisamente la referencia de la muerte de Cristo cuando esta muerte es contemplada como muerte vicaria, es decir, como obediencia vicaria, como sacrificio sustitutivo y expiación, como propiciación, reconciliación y redención efectivas. En resumidas palabras, es la connotación estricta y apropiada de la expresión «murió por» que se ha de mantener en mente. Cuando Pablo dice que Cristo «murió por nosotros» (1 Ts. 5:10), o que «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Ca. 15:3), no tiene en mente alguna bendición que pueda resultar de la muerte de Cristo, pero de la que uno se pueda ver privado a su debido tiempo y que pueda por tanto perderse. Está pensando en la maravillosa verdad de que Cristo le amó y se entregó por él (Gá. 2:20), que Cristo murió en su lugar y en su puesto, y que por ello tenemos redención por medio de la sangre de Cristo. 

Si nos concentramos en el pensamiento de la redención, podremos, quizá, damos mejor cuenta de la imposibilidad de universalizar la expiación. ¿Qué significa redención? No significa la cualidad de redimible, que seamos situados en una posición redimible. Significa que Cristo adquirió y procuró la redención.

Ésta es la nota triunfante del Nuevo Testamento siempre que toca la cuerda de la redención. Cristo nos redimió para Dios con su sangre (Ap. 5:9).

Él obtuvo eterna redención (Heb. 9:12). Él «se entregó por nosotros para rescatamos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien» (Tit. 2: 14). Se disminuye el concepto de redención como logro eficaz de liberación mediante precio y por poder cuando se lo presenta como algo menos que el eficaz cumplimiento que asegura la salvación de aquellos que son su objeto. Cristo no vino para poner a los seres humanos en una situación redimible sino para redimir un pueblo para sí. Tenemos el mismo resultado cuando analizamos de manera apropiada el significado de expiación, propiciación y reconciliación. Él vino para expiar pecados: «Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas» (Heb. 1:3). Cristo no vino para hacer reconciliable a Dios. Él nos reconcilió para Dios por medio de su propia sangre.

La naturaleza misma de la misión de Cristo y su cumplimiento tienen que ver con esta cuestión. ¿Vino Cristo para hacer posible la salvación de todos los seres humanos, para eliminar obstáculos que se ubicaban en el camino de la salvación y simplemente realizar la salvación, o vino para salvar a su pueblo? ¿ Vino para ubicar a todos los seres humanos en un estado salvable, o vino para asegurar la salvación de todos los que están ordenados para vida eterna? ¿Vino para hacer redimibles a todos, o vino para redimir de manera efectiva e infalible?

La doctrina de la expiación ha de ser revisada de manera radical si, como expiación, se aplica igualmente a los que en última instancia perecen como a los que son herederos de la vida eterna. En este caso habríamos de diluir las magnas categorías en cuyos términos la Escritura define la expiación y privarlas de su mayor significado y gloria. Y esto no podemos hacerlo. La eficacia salvadora de la expiación, propiciación, reconciliación y redención está profundamente arraigada en estos conceptos y no osamos eliminar esta eficacia. Haremos bien en examinar las palabras de nuestro mismo Señor: «Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió: que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el día final» (Jn. 6:38, 39). La seguridad es algo inherente en el cumplimiento redentor de Cristo. Y esto quiere decir que, por lo que respecta a las personas consideradas, el designio, el cumplimiento y la realización final tienen el mismo alcance.

Expiación limitada

Esta doctrina ha recibido el nombre de expiación limitada. Puede que sea o no una designación justa. Pero no es el término empleado lo importante, es lo que denota. Es muy fácil mostrar prejuicios contra una doctrina asignándole un epíteto vergonzoso y mal entendido. Ya sea que la expresión «expiación limitada» es o no adecuada, debemos considerar la realidad de que a no ser que creamos en la restauración final de todos los seres humanos, no podremos tener una expiación ilimitada. Si universalizamos el alcance limitamos la eficacia. Si algunos de aquellos por quienes fue hecha la expiación y obrada la

redención perecen eternamente, entonces la expiación no es en sí misma eficaz. Es esta alternativa la que tienen que afrontar los proponentes de la expiación universal. Ellos tienen una expiación «limitada», y limitada con respecto a aquello que incide en su carácter esenciaL Nosotros no podemos aceptar esto en lo absoluto. La doctrina de «expiación limitada» que mantenemos es la doctrina que limita la expiación a aquellos que son herederos de la vida eterna, a los escogidos. Esta limitación asegura su eficacia y conserva su carácter esencial como redención eficiente y eficaz.

Con frecuencia se objeta que esta doctrina es inconsecuente con el pleno y libre ofrecimiento de Cristo en el evangelio. Esto es un grave malentendido y una falsa representación. La verdad en realidad es que es sólo sobre la base de esta doctrina que podemos tener un pleno y libre ofrecimiento de Cristo a los perdidos. ¿Qué es lo que se les ofrece a los seres humanos en el evangelio? 

No es la posibilidad de la salvación, no es sencillamente una oportunidad de salvación. Lo que se ofrece es la salvación. Para ser más específicos, es Cristo mismo en toda la gloria de su persona y en toda la perfección de su obra consumada lo que se ofrece. Y es ofrecido como aquel que hizo la expiación por el pecado y que obró la redención. Pero él no podría ser ofrecido en esa calidad ni carácter si no hubiese asegurado la salvación y consumado la redención. No podría ser ofrecido como Salvador y como aquel que encarna en sí mismo la plena y libre salvación si tan sólo hubiese hecho posible la salvación de todos los seres humanos o sencillamente hubiese hecho provisión para la salvación de todos. Es la misma doctrina de que Cristo logró y aseguró la redención la que reviste a la libre oferta del evangelio de su riqueza y poder.

Es sólo esta doctrina la que permite una presentación de Cristo que es digna de la gloria de su logro y de su persona. Debido a que Cristo logró y aseguró la redención es que se constituye en un Salvador todo suficiente y apropiado. Es como tal que es ofrecido, y la fe que demanda este ofrecimiento es la fe de la entrega de uno mismo a él como aquel que es la eterna encarnación de la eficacia que procede de la obediencia consumada y de la redención conseguida.

Sin embargo, es apropiado que el que examina haga esta pregunta: ¿No hay también evidencias más directas provistas por la Escritura para mostrar el alcance concreto o limitado de la expiación? Desde luego, hay muchos argumentos bíblicos. Nos contentaremos con exponer dos de ellos, no porque sólo haya dos, sino porque constituyen ejemplos de la evidencia que la Escritura misma provee para mostrar la necesidad de esta doctrina.

Romanos 8:31-39

No hay duda alguna de que en este pasaje se hace dos veces referencia explícita a la muerte de Cristo: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (v. 32) y «Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó» (v. 34). De ahí que cualquier indicación dada en este pasaje acerca del alcance sería pertinente a la cuestión del alcance de la expiación.

En el versículo 31, Pablo hace esta pregunta: «¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?» Nos vemos obligados a hacer esta pregunta: ¿De quiénes está Pablo hablando? En otras palabras, ¿cuál es el significado de las expresiones «de nuestra parte» y «en contra nuestra»? La respuesta es que el significado no puede ser otro que el provisto por el contexto precedente, esto es, aquellos que son mencionados en los versículos 28-30. Sería imposible universalizar el significado del versículo 31 si queremos pensar bíblicamente, y sería exegéticamente monstruoso romper la continuidad del pensamiento de Pablo y extender la referencia del versículo 31 más allá del alcance de los mencionados en el versículo 30. Esto significa, por tanto, que el significado que se tiene a la vista con las palabras «de nuestra parte» y «en contra nuestra» en el versículo 31 es limitada, y limitada en términos del versículo 30.

Cuando pasamos al versículo 32 encontramos que Pablo emplea la similar expresión «por todos nosotros»: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (v. 32). Aquí se está refiriendo de forma expresa a todos aquellos en favor de quien el Padre entregó al Hijo. Y la cuestión es: ¿cuál es el alcance de la expresión «por todos nosotros»? Sería absurdo insistir en que la presencia de la palabra «todos» tiene el efecto de universalizar el alcance. El «todos» no es más amplio que el «nosotros». Pablo está diciendo que la acción del Padre que está a la vista tuvo lugar en favor de «todos nosotros» y la cuestión es sencillamente cuál es el alcance del «nosotros». La única respuesta adecuada a esta pregunta es que el «nosotros» que aparece en el versículo 32 es el mismo que el «de nuestra parte» del versículo 31. Sería violentar las normas más elementales de la interpretación suponer que en el versículo 3 2 Pablo amplia el alcance de aquellos a los que se está dirigiendo y que incluye a muchos más que los incluidos en su declaración del versículo 31. De hecho, Pablo está prosiguiendo su declaración y diciendo que no sólo es Dios por nosotros, sino que también nos dará libremente todas las cosas. Y la garantía de esto reside en el hecho de que el Padre dio a su Hijo en nuestro favor. Para que no haya ninguna duda acerca del significado limitado de las palabras «por todos nosotros» en el versículo 32, es bueno recordar que la entrega del Hijo es correlativa con el libre otorgamiento de todos los buenos dones. No podemos extender el alcance del sacrificio del Hijo más allá del alcance de los otros dones libres; todo aquel en cuyo favor el Padre entregó, el Hijo viene a ser el beneficiario de todos los otros dones de la gracia. Para abreviar, los contemplados en el sacrificio de Cristo son también los partícipes de los otros dones de la gracia salvadora: «¿c6mo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?»

Pasando al versículo. 33, se hace evidente sin duda alguna el alcance limitado. Porque Pablo dice: «¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará?» El pensamiento se mueve de manera estricta dentro del ámbito definido por la elección y la justificación, y la referencia a la elección y a la justificación conecta con los versículos 28-30, donde se muestra que la predestinación y la justificación poseen la misma extensión.

En el versículo 34, Pablo se refiere nuevamente a la muerte de Cristo. Se refiere a ello de dos formas y de una manera muy importante para lo que ahora nos atañe. Su apelación a la muerte de Cristo coordina con el hecho de que es Dios quien justifica. Y lo hace con el propósito de vindicar a los escogidos de Dios contra cualquier acusación que pudiera ser presentada contra ellos, y para apoyar este reto, «¿quién acusará a los que Dios ha escogido?» Es a los elegidos y a los justificados a los que tiene en mente Pablo aquí, en su apelación a la muerte de Cristo, y no hay razón para salir del significado provisto por la elección y la justificación cuando tratamos de descubrir el alcance de la muerte sacrificial de Cristo. La segunda forma en la que es importante aquí su referencia a la muerte de Cristo es que apela a la muerte de Cristo en el contexto de su desenlace en la resurrección, la ubicación a la derecha de Dios y la intercesión en favor nuestro. Otra vez emplea Pablo esta expresión «por nosotros», y la usa ahora en relación con la intercesión: «e intercede por nosotros». Dos observaciones tienen que ver directamente con la cuestión que estamos tratando. Primero, la expresión «por nosotros» en este caso debe recibir el significado restringido que ya hemos encontrado en el versículo 31. Es imposible universalizarla no sólo debido al alcance limitado de todo el contexto, sino también debido a la misma naturaleza de la intercesión como valedera y eficaz. Segundo, debido a la manera en que se coordinan en este pasaje la muerte, resurrección e intercesión de Cristo, sería totalmente injustificado dar a la muerte de Cristo una referencia más inclusiva que la que se da a su intercesión. Cuando Pablo dice aquí que «Cristo Jesús es el que murió», naturalmente significa que «Cristo murió por nosotros», como en el versículo 32 dice que el Padre «10 entregó por todos nosotros». No podemos dar un alcance más amplio al «por nosotros» implicado en la cláusula «Cristo Jesús es el que murió» que el que podemos darle al «por nosotros» expresado explícitamente en la cláusula «e intercede por nosotros». 

Por ello, vemos que se nos conduce a suposiciones imposibles si tratamos de universalizar el significado de aquellos que son mencionados en estos pasajes.

Finalmente, tenemos la más convincente de todas las consideraciones. «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? .. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni 10 profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartamos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo jesús nuestro Señor» (Ro. 8:35-39). Pablo está afirmando aquí de la manera más enfática, en una de las conclusiones más retóricas de sus epístolas, la seguridad de aquellos de quienes ha estado hablando. La garantía de esta seguridad es el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Yel amor de Dios aquí mencionado es indudablemente el amor de Dios hacia aquellos que son incluidos en él. Ahora bien, la deducción inevitable es que este amor del que es imposible ser separado y que garantiza la gloria de aquellos que han sido incorporados a él es el mismo amor al que se debe hacer alusión anteriormente en el pasaje cuando Pablo dice: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que 10 entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (v. 32). Es ciertamente el mismo amor, llamado en el versículo 39 el «amor que Dios nos ha manifestado en Cristo jesús», el que motivó al Padre a entregar a su propio Hijo. Esto significa que el amor implicado en el versículo 32, el amor de entregar al Hijo, no puede recibir una referencia más amplia que el amor que, según los versículos 35-39, asegura la eterna seguridad de los que son objeto de este amor. Si no todos los seres humanos gozan de esta seguridad, ¿cómo puede aquello que es la fuente de esta seguridad y la garantía de su posesión abrazar a los que no gozan de tal seguridad? Así, vemos que la seguridad a la que se refiere Pablo aquí es una seguridad limitada a aquellos que son objeto del amor que fue manifestado en el madero maldito del Calvario, y que por ello el amor exhibido en el mismo

Calvario es un amor discriminante y no un amor indiscriminadamente universal. Es un amor que garantiza la seguridad eterna de los que son su objeto, y el mismo Calvario es aquello que asegura para ellos la justificación por medio de la cual reina la vida eterna. Y esto significa sencillamente que la expiación que se cumplió en el Calvario no es por sí misma universal.

Muertos en Cristo

El segundo argumento bíblico que podemos aducir en apoyo a la doctrina de la expiación definitiva es el que surge del hecho de que aquellos por los que Cristo murió también han muerto en Cristo. En el Nuevo Testamento, la manera más común de expresar la relación de los creyentes con la muerte de Cristo es decir que Cristo murió por ellos. Pero también existe otro componente en la enseñanza en el sentido de que ellos murieron en Cristo (cf. Ro. 6:3-11; 2 Ca. 5:14,15; Ef. 2:4-7; Col. 3:3). No pueden abrigarse dudas acerca de la proposición de que todos aquellos por los cuales Cristo murió también murieron en Cristo. Porque Pablo dice de manera clara: «porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron» (2 Ca. 5:14) -hay una ecuación denotativa.

El rasgo significativo de esta enseñanza del apóstol para nuestro presente interés es, no obstante, que todos los que murieron en Cristo resucitaron con él. Esto también lo afirma Pablo explícitamente. «Ahora bien, si hemos muerto con Cristo, confiamos que también viviremos con él. Pues sabemos que Cristo, por haber sido levantado de entre los muertos, ya no puede volver a morir; la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Ro. 6:8, 9). Así como Cristo murió y resucitó, de la misma manera todos los que murieron en él resucitaron en él. Y cuando preguntamos qué es lo que se involucra en este resucitar en Cristo, Pablo no nos deja con dudas -es resucitar a una vida nueva. «Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. En efecto, si hemos estado unidos con él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con él en su resurrección» (Ro. 6:4,5). «El amor de Cristo nos obliga, porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron. Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado» (2 Ca. 5:14, 15). «Pues ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3).

Tenemos, entonces, la siguiente secuencia de proposiciones establecida por las explícitas declaraciones del apóstol. Todos aquellos por los cuales Cristo murió, murieron también en Cristo. Todos los que murieron en Cristo resucitaron con Cristo. Esta resurrección con Cristo es una resurrección a una vida nueva a semejanza de la resurrección de Cristo. Morir con Cristo es, por tanto, morir al pecado y resucitar con él a la vida de nueva obediencia, para vivir no para nosotros mismos, sino para aquel que murió por nosotros y resucitó. Es inevitable la inferencia de que aquellos por los que Cristo murió son aquellos y sólo aquellos que mueren al pecado y viven a la justicia. Ahora bien, queda claro el hecho de que no todos mueren al pecado y viven una vida nueva. Por ello, no podemos decir que todos los seres humanos, distributivamente, murieron con Cristo. Tampoco podemos decir que Cristo muriera por todos los seres humanos, por la sencilla razón de que todos aquellos por los que murió Cristo también murieron en Cristo. Si no podemos decir que Cristo murió por todos los seres humanos, tampoco podemos decir que la expiación es universal–es la muerte de Cristo por los seres humanos lo que constituye de manera específica la expiación. La conclusión es evidente: la muerte de Cristo en su carácter específico como expiación fue por aquellos, y solamente aquellos, que son a su debido tiempo participes de aquella vida nueva de la que la resurrección de Cristo es promesa y ejemplo. 

Esto nos vuelve a recordar que la muerte y la resurrección de Cristo son cosas inseparables. Aquellos por los que Cristo murió son aquellos por los cuales resucitó, y su actividad salvadora celestial es de alcance idéntico a sus logros redentores obrados de una vez y para siempre.

Al concluir nuestra discusión del alcance de la expiación, sería bueno reflexionar en uno o dos pasajes que han sido usados como prueba para demostrar el debate en favor de la expiación universal. 2 Corintios 5: 14, 15 es uno de ellos. En dos ocasiones en este texto dice Pablo de Cristo: «uno murió por todos». Pero se puede mostrar que esta expresión no debe comprenderse como distributivamente universal por medio del mismo pasaje cuando se interpreta a la luz de la enseñanza de Pablo. Hemos visto ya que, según la enseñanza de Pablo, todos aquellos por los que Cristo murió, murieron también en Cristo. Él afirma la verdad aquí de una manera enfática: «uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron». Pero en otros pasajes deja perfectamente en claro que aquellos que murieron en Cristo resucitaron con él (Ro. 6:8). Aunque esta última verdad no sea explícitamente expresada en este pasaje, queda ciertamente implicada ~n las palabras «Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado». Si fuéramos a suponer que la expresión «los que viven» es restrictiva y no tiene el mismo alcance que los «todos» por los que Cristo murió, esto nos llevaría a un conflicto con las explícitas declaraciones de Pablo en Romanos 6:5, 8 en el sentido de que los que han sido plantados en la semejanza de la muerte de Cristo también lo serán en la de su resurrección y que los que murieron con él vivirán también con él. La analogía en la enseñanza de Pablo en Romanos 6:4-8 debe aplicarse a 2 Corintios 5:14, 15.

Por ello, la mención de «los que viven» ha de tener el mismo alcance que los incluidos en la cláusula precedente, «murió por todos». Y por cuanto «los que viven» no abarcan a toda la raza humana, tampoco puede abarcar a toda la raza humana el «todos» usado en la cláusula «murió por todos». La corroboración se deriva de las palabras finales del versículo 15, «sino para el que murió por ellos y fue resucitado».

De nuevo aquí se yuxtaponen la muerte y la resurrección de Cristo y la analogía de la enseñanza de Pablo en contextos similares en el sentido de que los que son beneficiarios de la muerte de Cristo lo son también de su resurrección y, por ello, de su vida de resurrección. Así que cuando Pablo dice aquí: «murió por ellos y fue resucitado», la implicación es que aquellos por los cuales murió son aquellos por los que resucitó, y aquellos por los que resucitó son los que viven una vida nueva. Así, en términos de la enseñanza de Pablo, y de manera específica, en términos del sentido de este  pasaje, no podemos interpretar el «por todos» de 2 Corintios 5:14, 15 como distributivamente universal. Bien lejos de prestar apoyo a la doctrina de la expiación universal, este texto hace lo contrario. Quizá ningún texto de la Escritura presente un apoyo más plausible para la doctrina de la expiación universal que 1 Juan 2:2: «Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo». La extensión de la propiciación a «todo el mundo» parecería no permitir otra interpretación que la que la propiciación por los pecados abarca los pecados de todo el mundo. Se debe decir que el lenguaje que Juan usa aquí concordaría perfectamente con la doctrina de la expiación universal si la Escritura demostrase en otro lugar que ésta es la doctrina bíblica. Y se debe decir también que esta expresión, en sí misma, no daría prueba ni apoyo alguno a una doctrina de expiación limitada. Sin embargo, la pregunta es: ¿demuestra este texto que la expiación es universal? En otras palabras, ¿estaríamos violando los cánones de la interpretación si lo interpretamos de una manera que sea compatible con la doctrina de la expiación limitada?  dado que hay tantas razones bíblicas para la doctrina de un alcance limitado de la expiación, debemos plantear esta pregunta, y cuando intentamos responder a ella podemos descubrir varias razones por las que Juan tuvo que decir «por todo el mundo» sin implicar en lo más mínimo que su intención hubiese sido enseñar lo que pretenden los proponentes de la expiación universal. Existen buenas azones por las que Juan debió decir «por todo el mundo» muy aparte de suponer que quiso referirse a la expiación universal.

Le era necesario a Juan establecer el ámbito de la propiciación de Jesús: No estaba limitada en cuanto a su virtud y eficacia al círculo inmediato de los discípulos que habían realmente visto, oído y tocado al Señor en los días de su peregrinación en la tierra (cf. 1 J n. 1: 1-3), ni al círculo de creyentes que estuvieron directamente bajo la influencia del testimonio apostólico (cf. 1 Jn. 1 :3, 4). La propiciación que es el mismo Jesús se extiende en su virtud, eficacia e intención a todos en todas las naciones que por medio del testimonio apostólico vinieron a tener comunión con el Padre y el Hijo (cf. 1 Jn. 1:5-7). 

Cada nación, tribu, pueblo y lengua quedan en este sentido incluidos en la propiciación. Era sumamente necesario que Juan, lo mismo que los otros escritores del Nuevo Testamento y que el mismo Señor, destacasen el universalismo étnico del evangelio y, por ello, la propiciación de Jesús como el mensaje central de este evangelio. Juan tenía que decir, a fin de proclamar el universalismo de la gracia del evangelio: «y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo».

Le era necesario a Juan destacar la exclusividad de Jesús como la propiciación. Es esta propiciación lo único que es específico para la remisión de pecados. En el contexto, Juan estaba subrayando la gravedad del pecado y la necesidad de evitar el peligro de la autosuficiencia con respecto al mismo. 

Pero, en relación con ello, era imperativo recordar a los creyentes que no hay otro medio de purificación que la propiciación de Jesús -no hay otro sacrificio por el pecado. La más grande necesidad del ser humano y la más grande exhibición de gracia divina no conocen otra propiciación -es por todo el mundo. Le era necesario a Juan recordar a sus lectores la perpetuidad de la propiciación de Jesús. Es esta propiciación la que se mantiene como tal a lo largo de los siglos -su eficacia nunca disminuye; nunca pierde nada de su virtud. Y no solamente es de eficacia eterna, sino que es el propiciatorio perpetuo para los pecados siempre recurrentes y constantes de los creyentes. Ellos no alegan otra propiciación por los pecados que siguen cometiendo, como tampoco apelan a otro abogado para con el Padre por las obligaciones que sus constantes pecados causan. De ahí que el alcance, la exclusividad y la perpetuidad de la propiciación diesen suficiente razón a Juan para decir: «y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo». Y no es necesario suponer que Juan estaba aquí enunciando una doctrina de la propiciación que es de alcance distributivamente universal. Si no es necesario encontrar una doctrina de expiación universal, en 1 Juan 2:2, entonces este texto no establece la expiación universal, y el significado y la intención pueden armonizarse con lo que encontramos que es la doctrina requerida por otras consideraciones bíblicas.

Vale la pena observar que en este texto Juan habla de Jesús como el sacrificio: «Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados». Es sumamente probable que esta forma de declaración señala a «Jesucristo el justo» no sólo como aquel que hizo la propiciación una vez por todas mediante su sacrificio en la cruz, sino como aquel que es la  ncamación permanente de la virtud propiciatoria que resulta de su cumplimiento de una vez para siempre, y también como aquel que ofrece a aquellos que confían en él un propiciatorio siempre disponible. Este triple aspecto en el que se puede contemplar la propiciación tiene el más profundo significado para la consolación del pueblo de Dios, al considerar ellos cuál es, por encima de todas, la dificultad creada por su pecado, esto es, el desagrado de Dios. Cristo es el permanente propiciatorio, de manera que pueden acercarse a él con plena seguridad de la fe, sabiendo que la propiciación que Cristo obró y el propiciatorio que él sigue siendo siempre constituyen la garantía de que serán  alvados de la ira que merecen sus pecados. 

Es este complejo concepto lo que nos hace difícil situar siquiera este texto en el marco de una propiciación universal. Hay aquí, como en muchos otros casos, una cierta concatenación por la que la eficacia que brota de la expiación se yuxtapone con la expiación. Y al tomar en cuenta el pensamiento del versículo precedente de que Jesucristo es nuestro intercesor ante el Padre, es necesario contemplar la intercesión que Jesús ejerce y la propiciación que él es como cosas complementarias. Se debe a que Jesús obró la propiciación y a que él es el propiciatorio permanente que él es el intercesor ante el Padre. Si damos a la propiciación un alcance mucho más allá de su intercesión, inyectamos algo que es difícilmente compatible con este complemento.

Por tanto, podemos ver claramente que aunque a veces se emplean términos universales en relación con la expiación, no se puede apelar a estos términos para establecer la doctrina de la expiación universal. En algunos casos, como hemos visto, se puede mostrar que el universalismo inclusivo queda excluido por las consideraciones del contexto inmediato. En otros casos hay razones adecuadas para el empleo de términos universales sin la implicación de un alcance universal distributivamente. Por ello, no se puede derivar ningún apoyo concluyente en favor de la doctrina de la expiación universal en base a expresiones universalistas. La cuestión debe decidirse en base a otra evidencia. Hemos tratado de presentar esta evidencia. Es fácil para los proponentes de la expiación universal apelar a la ligera a unos cuantos textos. Pero este método no es digno del serio estudiante de la Escritura. Es necesario que descubramos cuál es el verdadero significado de la redención o de la expiación. Y cuando examinamos la Escritura, encontramos que la gloria de la cruz de Cristo está vinculada a la eficacia de su cumplimiento. 

Cristo nos redimió para Dios con su sangre, se dio a sí mismo en rescate para libramos de toda iniquidad. La expiación es una sustitución eficaz.

Capítulo 5. Conclusión

Sólo hay una fuente de la que podemos derivar una concepción apropiada de la obra expiatoria de Cristo. Esta fuente es la Biblia. Sólo hay una norma por la que debemos poner a prueba nuestras interpretaciones y formulaciones. Esta norma es la Biblia.

Siempre ronda cerca de nosotros la tentación a ser infieles a este solo y único criterio. Ninguna tentación es más sutil y plausible que la tendencia a interpretar la expiación en términos de nuestra experiencia humana y hacer, por ello, de nuestra experiencia la regla. Es una tendencia que no siempre aparece sin disfraz. Pero es la misma tendencia que subyace al intento de imponer sobre la obra de Cristo una interpretación que la aproxime a la experiencia y a los logros del ser humano, al intento de acomodar nuestra interpretación y aplicación de los padecimientos de nuestro Señor y obediencia hasta la muerte a la medida, o, al menos, a la analogía de nuestra experiencia. Hay dos direcciones en las que podemos hacer esto. Podemos enaltecer el significado de nuestra experiencia y actuación a la medida de la de nuestro Señor, o rebajar la experiencia y actuación de nuestro Señor a la medida de la nuestra. La tendencia y el resultado final son los mismos. 

Rebajamos el significado de la obra expiatoria de Cristo y la privamos de su singular y distintiva gloria. Ésta es una maldad de lo más tenebrosa. ¿Qué experiencia humana puede reproducir lo que el Señor de la gloria, el Hijo de Dios encarnado, padeció y cumplió él solo? 

Es cierto que llevamos el castigo por nuestros pecados y que podemos conocer algo de la amargura. Estamos sujetos a la ira de Dios, y el aguijón de la culpa no perdonada puede reflejar la terrible severidad del desagrado de Dios. Nuestros pecados nos han separado de Dios, y podemos damos cuenta del gran vacío de estar sin Dios y sin esperanza en el mundo. Hay aún más que podemos conocer de la amargura del pecado y de la muerte. Los perdidos en la condenación llevarán eternamente el juicio sin alivio ni mitigación debido a sus pecados; sufrirán eternamente en la exigencia de las demandas de la justicia. Pero sólo hubo uno, y no tendrá que haber otro, que llevó todo el peso del juicio divino sobre el pecado y que lo llevó para agotarlo. Los perdidos sufrirán eternamente para satisfacer la justicia. Pero nunca podrán satisfacerla. 

Cristo satisfizo la justicia. «el SEÑOR hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is. 53:6). Fue hecho pecado y maldición. Llevó nuestras iniquidades. Llevó la condenación no aliviada ni mitigada del pecado y la consumó. Éste es el espectáculo que nos confronta en Getsemaní y en el Calvario. Ésta es la explicación de Getsemaní, con su sudor de sangre y su clamor agonizante: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo» (Mt. 26:39). Y ésta es la explicación de la más misteriosa declaración que jamás ascendiera de la tierra al cielo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mr. 15:34). ¡Que Dios nos libre de decir que «¡hay un Getsemaní oculto en todo amor!» ¡Y que Dios nos libre de la osadía de hablar de getsemaníes y de nuestros calvarios!

No debemos tomar a la ligera el más solemne espectáculo de toda la historia, un espectáculo sin paralelo, único, que no se repitió y no se repetirá. Aproximar este espectáculo a la analogía de nuestra experiencia humana es exhibir un estado de mente y sentimiento insensible al vocabulario del cristianismo. Aquí somos los espectadores de una maravilla cuya alabanza y gloria la eternidad no podrá agotar. Es el Señor de la gloria, el Hijo de Dios encarnado, el Dios-hombre, bebiendo la copa que le dio el Padre eterno, la copa de aves y de una agonía indescriptible. Casi vacilamos en decirlo.

Pero debe ser dicho. Es Dios en nuestra naturaleza abandonado por Dios. El clamor desde el madero de maldición no evidencia otra cosa sino el desamparo que es la paga del pecado. Y fue un desamparo soportado vicariamente porque él llevaba nuestros pecados en su propio cuerpo en el madero. No hay analogía.

Él mismo llevó nuestros pecados y del pueblo nadie había con Él no hay reproducción ni paralelo en la experiencia de los arcángeles ni de los más grandes santos. El más ligero paralelismo aplastaría a los seres humanos más santos y a los más poderosos de la hueste angélica.

Conclusión

¿Quién dirá que el sufrimiento vicario del juicio sin alivio ni mitigación de Dios sobre el pecado incide negativamente sobre la iniciativa y el carácter del amor eterno? Es el espectáculo de Getsemaní y del Calvario, así interpretado, lo que abre ante nosotros los pliegues de un amor indecible. El Padre no perdonó a su propio Hijo. No perdonó nada que exigiesen los dictados de la más implacable rectitud. Y éste es el trasfondo de la conformidad del Hijo que oímos cuando él dice: «Pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya» (Le. 22:42). Pero ¿por qué?

Fue para que el amor eterno e invencible pudiese hallar la plena realización de su impulso y propósito en una redención por precio y por poder. El espíritu del Calvario es el amor eterno, y la base del mismo la justicia eterna. Es el mismo amor manifestado en el misterio de la agonía de Getsemaní y del madero maldito del Calvario el que reviste de eterna seguridad al pueblo de Dios. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de damos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Ro. 8:32). «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?» (Ro. 8:35). «Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartamos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Ro. 8:38, 39). Ésta es la seguridad que logra una expiación perfecta, y es la perfección de la expiación la que lo logra.